En los primeros años veinte una serie de personas que se dedicaban a la filosofía, la sociología y también a la teología, planearon una reunión. La mayoría de ellas habían pasado de una confesión a otra; les era común el énfasis en ia religión recién adquirida, no esta misma.
Todas ellas estaban insatisfechas con el idealismo entonces todavía dominante en las universidades. La filosofía les movió a elegir, en nombre de la libertad y la autonomía, la teología positiva, como ya se dice en Kierkegaard. Para ellos, sin embargo, se trataba no tanto del dogma determinado, del contenido de verdad de la revelación, como de una mentalidad. Un amigo al que entonces atraía aquel ambiente no fue invitado, para su ligera irritación. Él no era, así se le indicó, lo bastante auténtico. Pues vacilaba ante el salto kierkegaardiano; sospechaba que una religión que es conjurada desde un pensamiento autónomo se somete con ello a éste y se niega como lo absoluto que según su
propio concepto quiere sin embargo ser. 
Los reunidos eran intelectuales antiintelectuales. Se confirmaban su superior connivencia excluyendo a quien no profesaba del modo en que ellos se atestiguaban mutuamente.
Lo que defendían desde el punto de vista espiritual se lo achacaban a su ethos, como si el nivel interior de una persona lo elevara el hecho de que fuera partidaria de una doctrina de lo superior; como si en los Evangelios no hubiera nada contra los fariseos. - Todavía cuarenta años después, un obispo retirado abandonó el congreso de una academia evangélica porque uno de los ponentes invitados puso en duda la posibilidad de la música sacra hoy en día. También él se sentía exonerado o había sido advertido de tratar con quienes no se ajustan a lo establecido: como si el pensamiento crítico no tuviera ningún fundamento
objetivo, sino que fuera una falta subjetiva. 
Los hombres de su tipo aunan la tendencia a, en palabras de Borchardt, imponer su opinión con miedo a reflejar su reflexión, como si no creyeran del todo en sí mismos. Hoy como entonces, huelen el peligro de perder de nuevo
lo que llaman lo concreto en la abstracción para ellos sospechosa, la cual no puede extirparse de los conceptos. La concreción se les antoja prometida por el sacrificio, el intelectual en primer lugar. Los herejes bautizaron al grupo como los «auténticos». Ser y tiempo tardaría todavía mucho en aparecer. Al introducir en la obra la autenticidad por antonomasia, desde un punto de vista ontológico-existencial, como palabra clave específicamente filosófica, Heidegger vertió enérgicamente en la filosofía aquello que los auténticos ansian menos teóricamente y con ello conquistó a todos los que vagamente se reclaman de ella.
Las imputaciones confesionales se hicieron prescindibles gracias a él. Su libro alcanzó su nimbo porque describió como perspicua, puso a la vista como sólidamente comprometedora, la dirección del oscuro impulso de la intelligentsia antes de 1933. Ciertamente, en él y en todos los que siguieron su lenguaje, aún hoy resuena debilitado el eco teológico. Pues los afanes teológicos de aquellos años se infiltraron en el lenguaje mucho más allá del perímetro de quienes entonces se erigían como elite. Pero desde entonces lo sagrado del lenguaje de los auténticos vale más para el culto de la autenticidad que para el cristiano, incluso allí donde, por falta temporal de otra autoridad disponible, se asimilan a éste. Antes de todo contenido particular, su lenguaje modela el pensamiento de tal modo que se acomoda a la meta de la sumisión aun allí donde cree estar resistiéndose. La autoridad de lo absoluto
es derribada por una autoridad absolutizada. 
El fascismo no fue meramente la conjuración que también fue, sino que surgió dentro de una poderosa tendencia de evolución social. El lenguaje le da asilo; en él la creciente catástrofe se expresa como si fuera la salvación. En Alemania se habla, mejor aún, se escribe una jerga de la autenticidad, marca distintiva de selección socializada, noble y reminiscente de la patria chica a un tiempo; un sublenguaje como supralenguaje...la jerga de la autenticidad, pdf. pag. 399 - Th.W ADORNO