Desde el triunfo de la Revolución Soviética en 1917, los dirigentes políticos, espirituales y económicos del mundo capitalista han mantenido una lucha a muerte con los países "comunistas" por la conciencia y la lealtad de los pueblos dentro y fuera de sus fronteras. Los ideólogos del capitalismo han estado siempre contra el ideal emancipador del comunismo.
El principal argumento, repetido hasta la saciedad, era que los trabajadores y las masas populares de los países capitalistas (de los pocos desarrollados, claro está, pues capitalistas son EE. UU. y Haití, Alemania y Tailandia o ahora Albania) disfrutaban de un nivel de vida superior a los que vivían bajo el comunismo. Como si la sociedad comunista soñada por los clásicos se hubiese realizado ya. Se exhibían y aducían estadísticas para demostrar que los ciudadanos soviéticos tenían que trabajar muchas más horas para adquirir diversos bienes de consumo, como automóviles, neveras, etc. Pero sin hacer ninguna comparación con lo que había que pagar en cada sitio por la asistencia médica, el alquiler de la vivienda, la educación a todos los niveles, el transporte, las vacaciones, y otros servicios fuertemente subsidiados por los gobiernos comunistas.
Durante la existencia de los países comunistas, y a fin de dar la apariencia de un "capitalismo de rostro humano", los empresarios se vieron obligados a hacer concesiones considerables a los trabajadores. Todas las victorias se ganaron en los sectores mejor organizados de la clase obrera: jornada laboral de 8 horas, derechos de antigüedad en el empleo, salario mínimo, seguridad social, seguro de paro, vacaciones pagadas, asistencia sanitaria, permiso de maternidad, etc.
La preocupación por el comunismo favoreció también la lucha por la igualdad de derechos civiles en los propios EE. UU. y en la guerra (sobre todo fría) por las conciencias y los corazones de las poblaciones no blancas de Asia, África y América Latina. Había que mejorar la imagen de la explotación.
El desmoronamiento del comunismo en la URSS y otros países de Europa Oriental lanzó al vuelo las campanas de los círculos dominantes del capitalismo en Europa y EE. UU. Salvo pequeños enclaves como Cuba, el capitalismo transnacional parece tener bien amarrado el globo.
Una vez desaparecido el adversario comunista, los medios de creación de opinión (libros, periódicos, revistas, emisoras de radio y de televisión, cátedras y tertulias) arreciaron en sus exigencias desreguladoras y privatizadoras. Si en los países ex−socialistas las conquistas sociales se hacían retroceder a formas de explotación inauditas, propias de épocas pretéritas, ya no había razón alguna para mantener las que se habían alcanzado con el capitalismo a lo largo de luchas seculares.
A principios de esta década, la mayoría de los conservadores tenía claro que había llegado la hora de dejarse de garambainas y sacudirles en serio a los trabajadores y a las masas populares. ¡Muera lo público y viva lo privado! reza el lema triunfal que se grita por doquier. Ya no hay que competir con nadie por el dominio de las conciencias. Ya no existe ningún sistema alternativo adonde volver los ojos y los corazones.
Ante su victoria global, el gran capital ha decidido ajustar cuentas de una vez por todas con los movimientos emancipadores, sindicales, etc., dentro y fuera de casa. Se acabaron las componendas con los obreros, los profesionales, los funcionarios, e incluso con la clase media, que se considera demasiado amplia. Hay que precarizar, proletarizar y lumpenproletarizar.
Con el revés del comunismo, las minorías dirigentes ya no tienen por qué preocuparse de reducir el desempleo, como hacían en las décadas de la guerra fría. Más bien persiguen mantener una elevada tasa de desempleo a fin de debilitar a los sindicatos, someter a los trabajadores y conseguir crecimiento sin inflación.
Todo esto suena a música celestial. Pero, al mismo tiempo, presenciamos la tercermundialización de los países capitalistas ricos, esto es, la degradación económica de una población relativamente próspera. Los círculos dirigentes no ven ninguna razón para que millones de trabajadores y sus familias gocen de un nivel de vida similar al de la clase media, con cierto excedente de ingresos y un empleo seguro. 
Tampoco ven razón alguna para que la clase media sea tan numerosa. Ahí están los ejemplos de México, Brasil, Argentina, etc. Los pocos que ya tienen mucho quieren más. En realidad lo quieren todo. Y les gustaría que la gente común, los muchos, reduzcan sus esperanzas, trabajen más y se contenten con menos. Pues, cuanto más tengan más querrán, hasta que se acabe en una democracia social y económica. ¡Y hasta ahí podían llegar las cosas! Mejor atarlos corto y tenerlos insatisfechos. Para los pocos que lo tienen casi todo es mejor volver a las condiciones del siglo XIX o del Tercer Mundo actual, esto es, disponer de masas de trabajadores sin organización, dispuestos a trabajar por la mera subsistencia; una masa de desempleados, de pobres desesperados que contribuyen a bajar los salarios e incluso provocar el resentimiento de los que están justo por encima de ellos (divide y vencerás, decían ya los antiguos esclavistas de Roma); una clase media cada vez más encogida; y una diminuta clase poseedora, escandalosamente rica, que lo tiene todo.

la formación de la
mentalidad sumisa

Como "la última esclavitud de este milenio" algunos de estos medios el hecho de que 250 millones de niños, 500.000 de ellos en España, vivan y trabajen en unas condiciones y a una edad peores que las descritas por Carlos Marx en el primer libro de El Capital. UNICEF ha denunciado asímismo el empleo de niños como soldados en las guerras y los sufrimientos traumáticos que reciben física y psíquicamente, así como las numerosas víctimas causadas