Si vivimos en un país donde “la pluja no sap ploure”, ¿cómo vamos a pretender que la gente sepa emplear los paraguas en la vía pública? Los ayuntamientos ya tardan en regular el uso de este objeto cuya peligrosidad social es equiparable a las bicicletas, los conductores de ambulancias y los anuncios sanitarios de Justo Molinero.
El paraguas es un objeto maléfico porque saca lo peor de las personas y de propina hace casado. Sólo los casados tienen a alguien que les quiere y les recuerda antes de salir a la calle:

–¡Te olvidas el paraguas!

Con la excusa de la lluvia, los casados son grandes usuarios de los paraguas, llamados, tarde o temprano, a provocar una de esas modestas discusiones conyugales: bien por no cogerlo al salir o o por perderlo al regresar –a saber dónde fue olvidado–.
Como a nadie le apetece cargar todo el día con un paraguas, los portadores tienden a fastidiar a los conciudadanos que dejan el utensilio en casa o presumen de espíritu juventud. Lo saludable, sostenible y solidario sería que aquellos cedan el lado de la vía pública a resguardo y circulasen por su derecha, a salvo de la lluvia sin necesidad de arrimarse a los edificios. Pues no: ocurre lo contrario y pobre del sin paraguas que dispute el cobijo en la calle porque los paraguas y sus varillas le sacarán uno o los dos ojos.
La forma del utensilio ya sugiere que no se puede hacer nada bueno con él, aparte de no mojarse. En una cola en el mercado el sábado, una niña muy rica, de unos cinco añitos, se dedicó a situar su colorido paraguas en la entrepierna de su progenitor con la ­maléfica intención que el lector ya imagina (impedir la llegada de hermanitos). De milagro no alcanzó nuestra Shirley Temple su objetivo, en cuyo caso yo le hubiese dado un paraguazo en la crisma para que con tan pedagógico ejemplo descubriese que las posibilidades dañinas del paraguas son
infinitas.
Los paraguas desvelan la vida, el voto electoral y el estado civil de sus portadores. Los negros transmiten conservadurismo, los amarillos traen mala suerte y los de un resort en las Maldivas buenos recuerdos. El tamaño también ­importa: ¿hay algo más prepotente que esos paraguas que parecen paracaídas?
El cine ha hecho mucho daño porque ha asociado el paraguas al romanticismo. Yo nunca he visto a un barcelonés cantando bajo la lluvia, feliz de que llueva a mares y no encuentre taxi, ni a un señor de Falset dando cobijo espontáneo bajo su paraguas a una modelo de Santa Cruz de Tenerife. Esa es otra: como el baloncesto, la utilidad galante del paraguas exige cierta estatura.
Ayer, por ejemplo, domingo de matinal lluviosa, regalé un paraguas a una visita inesperada con un doble y secreto deseo: ni vuelvas ni me lo devuelvas. No, no era una amante. Ya se imaginarán quién era...Joaquín Luna - lavanguardia.com