Esta mañana, Lluc se ha levantado demasiado pronto. Es un bicho de tres años, simpático y feliz, muy parlanchín, que desde que ha nacido su hermano Pau está algo nervioso. Ayer montó un escándalo por un muñeco perdido, juega al despiste a la hora de comer y aprovecha cualquier excusa para afirmarse. ¿Serán síntomas de los llamados “celos de hermano”? Sus padres están sorprendidos, porque es un niño amoroso y divertido. Ahora pugna por imponerse en un contexto familiar en el que todos los esfuerzos se dedican principalmente al recién nacido, que reclama todas las atenciones. Lluc se ha levantado demasiado pronto y su madre no quería que despertara a los abuelos. ¿Pero qué mejor plan podíamos desear que su compañía? Lo llaman colaboración familiar, pero es puro gozo.
Antes de las ocho de la mañana, salíamos hacia el bosque de Camprodon. Hemos tardado una hora en hacer doscientos metros: ha perseguido las mariposas blancas que están diezmando el boj en todo el valle, hemos escuchado tórtolas, mirlos y ruiseñores, hemos buscado renacuajos en el arroyo y lagartijas entre las piedras, hemos descubierto nidos de hormigas y topos. También ha jugado a ser el albañil que arregla las baldosas de la acera. Ya junto a los caballos que pastan en los prados, me ha preguntado por las bolas arbustivas que se pegan a las crines, por las heces esparcidas, por el rizado pelaje de los potros. Después, hemos jugado a escuchar el eco de nuestras voces. Tres horas han pasado volando.
Se habla poco del amor de los abuelos. Quizá porque se considera un tema menor, doméstico, crepuscular. No creo que exista un gozo superior. Llegamos demasiado jóvenes a la paternidad, sin experiencia vital, en plena competencia con el entorno, con la pulsión del éxito profesional clavada entre ceja y ceja y una gran necesidad de izar en sociedad la bandera de nuestro ego. Dedicamos poco tiempo a educar y a pensar en los hijos, más allá de satisfacer sus necesidades diarias y perentorias. En cambio, se llega a abuelo con el aprendizaje de la decepción hecho y digerido, casi sin recelos, temores o resentimientos.
Abandonado casi por completo el peso mental de la vida propia, este pequeñín aparece a tus ojos como alguien infinitamente más importante que tú. Ser abuelo es la culminación de la vida. Una culminación que llega paradójicamente cuando empieza el declive. Ya no compites con nadie, nada de lo que te había importado te exalta. Puedes dedicarte a velar sus pasos, a regalarle tiempo, cuentos, ternura; y a regalarte a ti mismo la alegría de verle crecer (reprimiendo la angustia por el futuro que le espera). Parece crepuscular, pero es el único amor que, en vez de dejar cicatrices, las cura.
El amor erótico tiende a la posesión. El amor a los hijos tiende a la proyección propia, que es también posesiva. Cuando amas a un nieto, tú desapareces. La obra es él y a él todo lo subordinas. El amor cortés de los trovadores se realiza, de hecho, con los nietos. Es el único amor que en vez de dejar cicatrices, las cura.
El regalo imprevisto
- Antoni Puigverd
- lavanguardia.com
0 Comentarios:
Publicar un comentario