Mi padre había subrayado con lápiz rojo, en un libro de Walter Rathenau, un largo párrafo que he conservado siempre en la memoria: 

«Incluso la época del agobio es digna de respeto, ya que es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y, por tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura, pero nunca absurda. Si es dura la época en que vivimos, más debemos amarla, impregnarla de nuestro amor, hasta que consigamos desplazar las pesadas masas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado. "

«Incluso la época del agobio ...» Mi padre murió en 1948, sin haber dejado nunca de creer en la naturaleza creadora, sin haber dejado nunca de amar ni de empapar con su amor el mundo dolorido en que vivía, sin haber perdido nunca la esperanza de ver brillar la luz detrás de las pesadas masas de materia. Pertenecía a la generación de los socialistas románticos que tenían por ídolos a Víctor Hugo, a Román Rollan y Jean Jaurés, los cuales llevaban grandes chambergos y guardaban una florecita azul entre los pliegues de su bandera roja. En la frontera de la mística pura y de la acción social, mi padre, ligado a su taller durante más de catorce horas al día - y vivíamos al borde de la miseria -, concillaba un ardiente sindicalismo con la búsqueda del liberación interior. Había introducido en los gestos más breves y humildes de su oficio un método de concentración y de purificación del espíritu, sobre el que nos ha dejado cientos de páginas escritas. Mientras hacía ojales y planchaba telas, tenía un aspecto resplandeciente. Los jueves y los domingos, mis camaradas se reunían en su taller, para escuchar y sentir su vigorosa presencia, y la mayoría de ellos experimentaron un cambio en sus vidas.

Lleno de confianza en el progreso y la ciencia, convencido del advenimiento del proletariado, se había construido una poderosa filosofía. La lectura de la obra de Flammarion sobre la prehistoria fue para él una especie de revelación. Después leyó, guiado por la pasión, libros de paleontología, de astronomía, de física. Sin preparación adecuada, había calado empero en el muelle de los temas. Hablaba aproximadamente como Teilhard de Chardin, a quien entonces ignorábamos:

«Lo que va a vivir nuestro siglo es más importante que la aparición del budismo! No se trata ya, en adelante, de destinar las facultades humanas a tal o cual divinidad. En nosotros tiene una crisis definitiva el vigor religioso de la Tierra: la crisis de su propio descubrimiento. Empezamos a comprender, y para siempre, que la única religión aceptable para el hombre es la que le enseñará, ante todo, a conocer, amar y servir apasionadamente al Universo del cual es el elemento más importante. "

Pensaba que la revolución no debe confundirse con el transformismo, sino que es integral y ascendente, y aumenta la densidad psíquica de nuestro planeta, preparando a establecer contacto con las inteligencias de los otros mundos y acercarse al alma misma del Cosmos. Para él, la especie humana estaba por terminar. Progresaba hacia un estado de superconciencia a través del ascenso de la vida colectiva y de la lenta creación de un psiquismo unánime. Decía que el hombre aún no está terminado ni se ha salvado, pero que las leyes de condensación de la energía creadora nos permiten alimentar, a escala del Cosmos, una formidable esperanza. Por eso juzgaba los asuntos de este mundo con una serenidad y un dinamismo religioso, buscando, muy lejos y muy alto, un optimismo y un valor que fueran inmediata y realmente utilizables.

En 1948 acabábamos de salir de la guerra, y ya renacía la amenaza de otras batallas, esta vez atómicas. Sin embargo, consideraba las inquietudes y los dolores presentes como negativos de una imagen magnífica. Había un hilo que le ataba al destino espiritual de la Tierra, y el hombre proyectaba, sobre la época de agobio en que terminaba su vida de trabajador, ya pesar de sus grandes dolores íntimos, mucha confianza y un gran amor.

Murió en mis brazos, la noche del 31 de diciembre y me dijo antes de cerrar los ojos:

«No hay que contar demasiado con Dios, pero es posible que Dios cuente con nosotros ...»

- LOUIS PAWELS.

Esta visión cosmogónica del hombre como sólo energía en estado puro, huyendo de un cuerpo pesado que le oprime, no es la primera vez la oigo. Mucho antes de que Pawels hablase de su padre en el Retorno de los brujos, un contable ya me había hablado de esta teoría. Lo que no sé, ni sabré nunca es de dónde la había sacado.