En la política vemos ejemplos macro y micro de la aldea pitufa, la comunidad de los idénticos, un proceso nacionalista que también siguen las periferias de las ciudades y que la ficción insiste en que siempre acaba mal - Pedro Vallín

En la influyente serie francesa El colapso, había varios capítulos dedicados a los complejos secretos y aislados de los que los millonarios se han provisto para cuando concurra el acabose, resorts de lujo con todo lo necesario, no para sobrevivir, sino para mantener su tren de vida aislados del resto durante un tiempo indeterminado. Una comunidad de iguales cerrada y autosuficiente separada de las penurias de los demás que es idéntica a la que el cineasta Neill Blomkamp retrataba en la estupenda película Elysium, en la que el mundo se había convertido en un destrozo a medio camino entre la favela y el campamento de refugiados, poco más o menos, y la gente de bien, gobernada por una Esperanza Aguirre extraordinariamente interpretada por Jodie Foster, se había mudado a una lujosa y paradisíaca estación orbital con sanidad y seguridad privadas. Pero El colapso también retrataba y también con abundante mala baba, su aparente antónimo, la ecoaldea, un viejo mito del hippismo rousseauniano basado en la posibilidad de vivir en una granja autosuficiente, en contacto con la naturaleza, alimentándose de lechugas y tomates como los de antes y con un reparto equitativo de tareas. 

De algún modo hemos interiorizado que mientras el resort de lujo en una isla es una idea profundamente neoliberal, la ecoaldea es un proyecto esencialmente vinculado al comunitarismo socialista. Y sin embargo, ambos proyectos son sustancialmente el mismo patrón de reaccionarismo, porque son en sentido riguroso una variante travesti del identitarismo, del nacionalismo. En realidad, la única diferencia entre ellos es que en uno hay que trabajar y en el otro no. Después de todo, una ecoaldea es una versión menesterosa de la comunidad de pijos que vemos en la película La playa, de Danny Boyle. Porque el elemento central de la comunidad es el desentendimiento de la suerte del resto.

Si Elysium explica el primer modelo de la aldea pitufa, la armoniosa comunidad de los idénticos, el segundo lo vemos retratado en esa obra maestra que es El bosque de M. Night Shyamalan, extraordinaria metáfora de las comunidades religiosas autárquicas que se instalaron en la costa Este de Norteamérica y que serían el germen e identidad de Estados Unidos hasta que los aluviones migratorios de los siglos posteriores rectificaron el modelo convirtiéndolo en punta de lanza de lo contrario, el cosmopolitismo. El bosque lleva al extremo el repudio del otro, del diferente, el rechazo de la alteridad, que diría un profe de filosofía, hasta el punto de ocultar su misma existencia. De negarla.

Se trata, obviamente, de posicionamientos premodernos, que impugnan los valores que la ilustración introdujo en las sociedades humanas como un nuevo consenso: la solidaridad y la tolerancia, es decir, sentirnos concernidos por el destino de todos los humanos y aprender a convivir estrechamente con los diferentes. Esa es la característica esencial de la ciudad, el mayor invento de la humanidad, hoy en peligro de extinción por el segregacionismo urbanístico y la diáspora de los centros urbanos, patrocinados por alcaldes y fondos de inversión.

Este proceso de autarquía paranoica –cerrarse sobre sí mismo para defenderse de la intemperie del mundo– lo explica bien Jorge Dioni López en La España de las piscinas, es idéntico al de los preparacionistas familiares, que convierten sus sótanos en algo así como micropisos de Idealista llenos de arroz y armas, y ocurre en la política tanto a escala macro como a escala micro. A escala estatal y a escala grupuscular. Un divertido caso micro lo vemos estos días entre los seguidores de Podemos en redes sociales que, convencidos de la amenaza que suponen las opiniones disidentes, han lanzado la iniciativa de seguirse unos a otros con el propósito de multiplicar individualmente su número de seguidores pero provocando un curioso caso de cámara de eco. 

Pero a escala macro, el paradigma es el Brexit. El preparacionismo británico contra todo lo malo de fuera es un asombroso caso de suicidio nacional que está convirtiendo el país que soñó ser un gran Singapur, en un gigantesco Manila. Y entre lo macro y lo micro, a Catalunya se le atascó la sujeción en el desacople. Esa suerte tuvo.