Mientras los Nadie se ahogan en la ruta canaria, miramos hacia el sumergible de los millonarios. El mar se tragó a esos Nadie: no había billetes comprados, ni familiares preguntando por ellos, ni políticos esperándoles para ayudarles en los puertos, en los ayuntamientos, en las instituciones, en el Congreso, en la Eurocámara... Una piensa que, al fin y al cabo, lo único que incomodaría a los que mandan es que algún día caluroso de agosto el mar se vengara y devolviera los cadáveres, arrastrados por las corrientes, a una playa llena de niños jugando en la arena.
Aquí, en nuestro país, quieren entrar hombres, mujeres y niños desesperados dispuestos a morir de cualquier manera para cumplir un sueño que solo ven ellos. No sé por qué no me extraña que no venga ni el Tato a auxiliar a esos negros que intentan llegar hasta la puerta de casa. ¿Por qué acogerles si son extranjeros, además de unos muertos de hambre? Ah, entiendo: “los españoles, primero”.
Hoy se cumple un año del asalto a la valla de Melilla y ha sido ésta una de las semanas más intensas en cuanto a la llegada de pateras por la peligrosa ruta canaria. Pero nos arrolla la evidencia de que no hay señales de humanidad ni con los muertos ni con los vivos. Las tragedias se olvidan tan rápido que es mejor que la marea balancee a los náufragos de un lado a otro. Ni siquiera causa escándalo que España y Marruecos se jugaran a los dados las vidas de 61 personas anónimas durante doce horas sabiendo que el bote se hundía. Así que corramos un tupido velo, Sánchez, Marlaska, Feijóo, todos. No vaya a ser que España se nos descosa por el borde.
Sospecho que a la exigencia de responsabilidades solo se responderá con el ejercicio de hipocresía de siempre. A lo mejor es que todos llevamos un Salvini, un Trump, un Abascal, dentro. A lo peor, solo es cuestión de tiempo que se manifieste fuera. - La vanguardia.
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