Debo mi segunda lectura del Quijote a Milan Kundera, que lo describe como el primer protagonista sin épica, preocupado por sus dientes caídos, amigo de su escudero Sancho Panza, con quien conversa de manera prosaica. Derrotado y enfermo, Don Quijote regresa a casa y hace testamento antes de morir, como su formidable precursor Tirant lo blanc. Las fantasías arruinadas o las ilusiones vencidas de Alonso Quijano son, para Kundera, la primera gran narración de una vida sin grandeza. Tanto los héroes de las novelas de caballería como los impecables protagonistas de las grandes epopeyas griegas, Héctor, Aquiles o Ulises, tenían un destino épico o glorioso. Don Quijote, en cambio, es un pobre soñador. Un fracasado. Un infeliz como nosotros. “Lo único que nos queda ante la irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Es la razón de ser del arte de la novela”, dice Kundera en el ensayo El telón (Tusquets). Sólo el gran arte de la novela es capaz de desgarrar por un instante el telón de prejuicios y pre interpretaciones con que desciframos no solo nuestra vida sino la historia entera de la humanidad.
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