LA HERENCIA DE JOSUÉ

El presidente palestino Mahmoud Abbas, el enviado especial por la paz en Oriente Medio George Mitchell, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y la secretaria de Estado Hillary Clinton, durante unas negociaciones de paz en 2010. Michael Gross (Departamento de Estado de EE.UU.) La masacre israelí a la luz de los artículos de Rafael Sánchez Ferlosio - Ignacio Echevarría ctxt.es.

Para entender todo este horror, quizá no estuviera de más acudir a la Biblia –ese libro que, en cuanto herederos de la tradición judeocristiana, compartimos con los hijos de Israel, con sus jerarcas, con sus soldados– y refrescar los mandatos de violencia y de exterminio que Yavé dicta a su pueblo escogido. Leer, por ejemplo, el Libro de Josué, lugarteniente y heredero de Moisés, y el modo en que conquistó Jericó, y luego las ciudades de Hai, Maquedá, Libná, Laquis, Eglón, Hebrón y Debir, todas las cuales exterminó sin dejar hombre ni mujer ni niño vivos. Leer el Deuteronomio y sus instrucciones para la guerra y los combatientes, donde se dice: “Cuando te acercares a una ciudad para combatirla, le intimarás la paz, y si te respondiere y te abriere, todo el pueblo que en ella fuere hallado te será tributario; mas si no hiciere paz contigo y te ofreciere resistencia, luego que Yavé, tu Dios, la entregare en tus manos, a todos sus varones pasaras al filo de la espada”.

Citaba este pasaje Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo ya viejo, del año 1982 (“Sharon-Josué”), donde añadía: “Tal es la ley de guerra de Moisés, a quien le fue dado cumplirla únicamente al este del Jordán; por lo que atañe al oeste de este río, a Canaán o Palestina en sentido estricto, hubo de ser Josué el ejecutor del mandato de Yavé. En Jericó, la primera de las ciudades asaltadas en Cisjordania (y, según los arqueólogos, la ciudad más antigua del mundo hoy conocida, que tendría ya por entonces más de tres mil años), no sólo pasó a cuchillo a hombres, mujeres y niños, sino a toda suerte de animales domésticos. Así siguió Josué por las ciudades de Canaán, matando unas veces ‘todo cuanto había con vida’, y otras reservando a los animales domésticos para provecho del pueblo de Israel”.

El artículo al que me refiero fue escrito por Ferlosio a raíz de la publicación en El País de una extensa entrevista de la periodista Oriana Fallaci al general israelí Ariel Sharon, que estuvo al mando de la invasión del sur del Líbano por las tropas israelíes con el objetivo de expulsar de allí a la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), poco después del intento de asesinato del embajador israelí en el Reino Unido, Shlomo Argov. La entrevista fue publicada en dos entregas, la primera –el 2 de septiembre de 1982– con el título “Ariel Sharon: ‘Hemos aplastado a los palestinos’”, la segunda –el día siguiente– con el título “Ariel Sharon: ‘Cuando está en juego la supervivencia de Israel no hay halcones ni palomas, sólo judíos’”.

Cuarenta años después, la historia se repite, palabra por palabra. El artículo de Ferlosio hurga en las razones que a sus ojos fundamentan, hoy igual que entonces, “las afinidades electivas entre los norteamericanos y los israelíes y sirven de base y justificación interna a tan descarada complicidad en la política exterior”. Particular interés tiene el modo en que expone una de estas razones. Lo cito por extenso.

Según Ferlosio, esta afinidad entre norteamericanos e israelíes “se halla socialmente implantada en la conciencia de los americanos desde la guerra contra Hitler. En esta guerra, en efecto, la buena conciencia de los vencedores, y especialmente de los norteamericanos, se construyó sobre todo como vindicación de quienes fueron con mucho las mayores víctimas de los horrores nazis, o sea, los judíos. La guerra es siempre mala consejera para la conciencia de los vencedores; por grande que haya podido ser de hecho la perversidad de los vencidos, la victoria inclina siempre, de modo casi insuperable, hacia el farisaísmo, que consiste en construir el sentimiento de la propia bondad sobre la maldad ajena (‘Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres... porque no soy como ese publicano’ es, en efecto, lo que dice el fariseo de la parábola), lo cual es pura y simplemente una depauperación total de la propia conciencia, puesto que residencia, de modo carismático, la bondad en el sujeto mismo, y no en la eventual cualidad moral de cada acción”.

“Una vez que se adquiere la convicción íntima de ser los buenos –sigue argumentando Ferlosio–, la conciencia moral queda cegada para el examen de cada nueva acción que se presenta; las acciones de los buenos serán, a partir de entonces, indefectiblemente buenas a causa de la previa definición y autoconvicción de los sujetos, y no por su propia cualidad. Con esa buena conciencia, o sea, con esa conciencia empobrecida hasta extremos de ceguera, pudieron llegar, casi insensiblemente, los norteamericanos hasta los últimos horrores de Vietnam, donde al fin una parte abrió los ojos, aunque hoy parece que quiera volverlos a cerrar”.

“Pues bien, esa buena conciencia de la guerra mundial, que tiene su principal raíz de convicción, para fortalecer el sentimiento de la propia justicia, en el recuerdo de las iniquidades nazis contra los judíos, es la necesidad psicológica, ideológica y moral en que socialmente se asienta, en gran medida, la aquiescencia pública de los norteamericanos hacia la casi incondicional complicidad de sus mandos nacionales para con el Estado de Israel. Si aquellas víctimas, que fueron y siguen siendo principalísimo argumento para edificar y mantener en alto –o sea, en la inconsciencia y en la inopia– la buena conciencia norteamericana desde la guerra que se cerró con las bombas de Hiroshima y Nagasaki hasta la que concluyó con los bombardeos de Haiphong y de Hanoi, no siguiesen teniendo razón, entonces –y por el mismo mecanismo farisaico que transforma la bondad, de eventual cualidad de las acciones en permanente carisma del sujeto– aquella misma buena conciencia –tanto más necesaria para el equilibrio psíquico de las poblaciones cuanto mayor sea su efectiva impotencia e irresponsabilidad en los negocios públicos– podría venirse abajo.

“El Estado de Israel, en la medida en que alegóricamente representa la vindicación de la iniquidad que santifica a quienes la expugnaron, funciona, pues, como un sustentáculo de todo punto indispensable para la paz del alma de los norteamericanos en cuanto tales. Si Israel les falla hasta el punto de que tengan que negarlo, la perezosa conciencia de las gentes se vería abocada al desasosiego, al desamparo de tener que revisar su autoconvicción moral y remover su seguridad de sentimientos, tal como había empezado a hacerlo a raíz de la guerra de Vietnam”.

A quien persuadan estas palabras, pocas esperanzas le quedarán de que la comunidad internacional tutelada por Estados Unidos –me refiero sobre todo a sus aliados europeos, sobre los que esa tutela se ha reafirmado con motivo de la guerra de Ucrania– muestre una mínima firmeza en sus avisos contra las atrocidades que comete Israel. Menos aún de que la misma Israel, no sólo imbuida de esa “buena conciencia” de la que habla Ferlosio, sino instruida y conminada –así cabe decirlo por lo que respecta a la facción mayoritaria del Estado que sustenta a Netanyahu– por los mandatos de Yavé, deponga su actitud en lo más mínimo... 


:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

- CRÒNICAS DE GAZA - THE ELECTRONIC INTIFADA