Solo recuerdo otras semanas de mi vida políticamente tan excitantes como las de noviembre de 1975: las del mayo del 1968 en París. En los dos casos, de pronto, sociedades estáticas y acartonadas, que ya no correspondían para nada a las expectativas de los jóvenes, parecían desmoronarse, caer en pedazos, exhaustas y decadentes, para dejar paso a una construcción nueva, a la imaginación y a la creatividad de unas generaciones que ya no se identificaban en absoluto con el marco en el que habían crecido. Momentos en los que todo pareció posible.
Pero el paralelismo acaba aquí. París había sido el bullicio, la discusión exaltada en las calles, en la Sorbona ocupada, las manifestaciones sin fin. Por el contrario, España entera callaba, expectante, en los primeros días de noviembre; una espera tensa, puntuada por los horribles “partes médicos habituales” en los que se detallaban los avances en el deterioro físico de Franco, en un final que no acababa de llegar. Y que, después de tantos años de aguardarlo, parecía una pesadilla que tal vez nunca iba a finalizar. Las botellas de champán —así se llamaba entonces al cava—, esperaban en las neveras desde octubre. ¿Cuándo, por fin, iba a saltar el tapón?
La agitación había existido, enorme, agigantada en los últimos años. Desde 1962, con las huelgas mineras en Asturias, apoyadas por los estudiantes, fue una ola creciente que arrastró a trabajadores, universidades, escuelas, sindicatos, partidos políticos, colegios profesionales e instituciones de todo tipo. La represión policial, cada vez más intensa, ya no podía contener aquel río; las continuas huelgas, las manifestaciones, las proclamas de los partidos, clandestinos aún, pero presentes en las reuniones y en las calles. La dureza de la dictadura seguía tratando de perpetuarse en la muerte y con la muerte: todavía dos meses antes, en septiembre de 1975, fueron fusiladas ocho personas, en un intento desesperado de atajar el final previsible. Pero ya nada podía detener aquel cambio generacional, aquella esperanza de una gran mayoría del país que pugnaba por librarse de una historia antigua y asfixiante.
Un agente de la Policía Armada mira a algunos de los estudiantes no admitidos en las facultades de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, que se encadenaron a los bancos de la Gran Vía. Marisa Flórez
Todo era aún posible, aunque nada era cierto, más allá de la alegría, la esperanza, la complicidad. Las alternativas existían, por supuesto; se había producido algo extraordinario: los movimientos sociales no solo formulaban críticas y reivindicaciones. Habían tomado en sus manos la construcción de un nuevo país, de una nueva sociedad, y formulaban sus líneas maestras. Recuerdo, por ejemplo, un manifiesto que diseñaba la educación del futuro, que se dio a conocer en la escuela de verano del 75 en Barcelona, que enseguida fue replicado en Madrid y en Valencia por otros colegios profesionales. Lo mismo ocurría en las empresas, en los nacientes sindicatos clandestinos: CC OO, UGT y todas las siglas nuevas que surgieron entonces, al calor de un apoyo masivo de los trabajadores. Porque hay que decirlo: no ha sido suficientemente reconocido el papel que estos hombres y mujeres de las fábricas, de las empresas, de las universidades, de los barrios, desempeñaron en precipitar el final de aquella dictadura. Un final que no se hubiera producido de no ser por su lucha y su esfuerzo, su sacrificio en muchos casos.
El franquismo trató de dejarlo todo atado y bien atado, sin rendijas por donde pudiera colarse la democracia; pero la democracia llegó gracias a la movilización popular, no fue fruto de un pacto entre partidos. Simplemente, las empresas ya no podían subsistir en aquel ambiente incierto, de huelgas, de falta de interlocución con los sindicatos, sin posibilidades de negociación y estabilidad. Las costuras del sistema habían reventado, mal que les pesara, aún, a los grupos reaccionarios y a la derecha de siempre.
Más allá de los proyectos concretos, de las propuestas de cambio, ¿qué era lo que había que construir? Las utopías, las teorías invocadas durante decenios, que habían servido de sostén en una lucha terrible, callaron por un momento, se refugiaron en la ilusión de cada cual. La oposición estaba dividida: los partidos habían proliferado en los últimos tiempos, preparando su asalto al poder. Algunos, literalmente; recuerdo bien lo que me dijo unos años antes el que fue más tarde un político de CiU: “Es cierto que nos movemos poco; aún no es nuestro momento, pero ya llegará, y entonces, ganaremos”. Los más jóvenes, los más radicales, grupos y grupúsculos, soñaban con la revolución, ese viejo fantasma que recorre la historia. Todavía algunos, ya muy pocos, según el modelo ruso; otros con el modelo chino, más reciente. Otros, muchos más, se acogían al término “socialismo”, más diverso y moderno, tal vez Suecia, los países nórdicos… Los más realistas pensaban en la democracia; la república era otra opción, la monarquía no parecía creíble. La nebulosa subsistía, incapaz de frenar la ilusión de crear un futuro mejor, en el que nuestros muertos serían rehabilitados, en el que los sueños serían realidades.
Después, vino la fiesta, incontenible, se aceleraron los proyectos de todo tipo, todavía a la espera, a la sombra del patético Arias Navarro, en el que nadie creyó ni un minuto. El cambio tardó unos meses en comenzar, hasta el verano de 1976, cuando fue nombrado Adolfo Suárez. La “movida” siguió aún unos años: el destape, el fin de la represión, la libertad, por fin, de ser quienes éramos. Poco a poco la gente volvió a su trabajo, a su vida, a sus asuntos, y la política se convirtió en una actividad delegada a los partidos.
Y aun así, cada vez que oigo a alguien hablar con desprecio del “Régimen del 78” no puedo evitar pensar que gran parte de aquella esperanza se hizo realidad, y que, por suerte, la España de hoy es enormemente mejor que la murió en 1975.


Pues sí, aunque muchas de nuestras ilusiones se quedaron por el camino, nada que ver lo de ahora con aquella España gris y sin libertades.
ResponderEliminarEs un peaje que henos tenido que pagar para conseguir el objetivo.
ResponderEliminarSaludos.