PENSANDO EN OTRAS COSAS

 En un momento dado, una gran mayoría de progresistas, entre los que me incluyo, abandonó el núcleo de su ideario político: la justicia social - Antonio Muñoz Molina.

 Ahora me pregunto en qué estaba pensando yo entre principios de este siglo y aproximadamente 2008, entre la caída de las Torres Gemelas y el estallido de la gran crisis cuyos culpables nunca pagaron las consecuencias de la irresponsabilidad y la monstruosa codicia que desataron el desastre. A una abuela de 90 años la pueden desahuciar de la noche a la mañana por no pagar un recibo de alquiler, pero los banqueros, los piratas de las altas finanzas y los políticos que les facilitaron sus estafas no han perdido, que se sepa, ni un céntimo de sus beneficios, y aunque han arruinado tantas vidas ninguno de ellos se ha llevado ni el más ligero disgusto legal. Al Estado lo acusan de todos los males de la burocracia y de las regulaciones impertinentes, que al parecer entorpecen el dinamismo del mercado, pero, cuando ese dinamismo conduce aceleradamente al desastre, es el estado el que ha de sostenerlo todo, y cubrir con toneladas de dinero público los desfalcos cometidos por los intocables poderosos.

En estas mismas páginas, Andreu Missé recuerda casi cada semana los muchos miles de millones que el Estado sigue gastando en España queriendo rellenar el foso insaciable de la deuda que nos dejaron los genios de la economía neoliberal, y la vergüenza de que en ningún otro país europeo la cifra sea tan desmedida. La abstracción de los números dice poco al analfabetismo matemático de quienes nos dedicamos a las humanidades y a las letras, pero cuando nos enteramos de que el enigmático “banco malo” nos va a costar 16.000 millones más de lo que ya nos ha costado, nos convendría hacer uno de esos ejercicios de cálculo en los que Missé es un experto: cuántos profesores, médicos, enfermeras, asistentes sociales, bomberos, científicos, podrían contratarse; cuántas escuelas, hospitales, laboratorios, viviendas de alquiler social, parques públicos, se podrían construir, o rescatar del deterioro al que los someten dirigentes políticos cuyos intereses exclusivos, aparte del poder, son el fomento descarado de la educación y la sanidad privada y la especulación inmobiliaria.

Tantos años después, el Estado sigue pagando las deudas de una quiebra financiera cuyos principales causantes anuncian triunfalmente cada año mayores beneficios. Andrés Rodríguez, director de la revista Forbes en España, declara con su mejor sonrisa: “el 54% de la riqueza del país está en manos de 28 octogenarios”. Uno se imagina dickensianamente a estos veintiocho dueños de la mitad de España reunidos a media luz en un cónclave de gerontocracia y lujuria embriagada de dinero, con jorobas de galápagos que no conocen el sosiego ni la saciedad, elucubrando astucias para pagar todavía menos impuestos, supurando agravios por la ingratitud de una ciudadanía ignorante que no se fía de ellos, ni los admira tanto como creen merecer, con el resentimiento de los que lo tienen todo, mucho más terrible que el de quienes no tienen nada.

En términos globales, el acaparamiento de la riqueza del mundo supera de muy lejos nuestra pobre capacidad de comprender cifras que parecen más propias de la astrofísica que de la economía. En una entrevista con Silvia Laboreo Longás, el premio Nobel Joseph Stiglitz resume el informe de un grupo de economistas de máxima cualificación que ha dirigido por encargo del presidente de Sudáfrica: “Entre 2000 y 2024, el 1% más rico del mundo capturó el 41% de toda la nueva riqueza, mientras que solo el 1% fue a parar al 50% más pobre (…) A día de hoy, la riqueza de los multimillonarios equivale al 16% del PIB global, alcanzando el nivel más alto de la Historia. En contraste, un 25% de la población mundial, equivalente a 2.300 millones de personas, se enfrenta a una inseguridad alimentaria moderada o grave”.

La pregunta que me hago a mí mismo no es menos acusadora porque interpela a una gran mayoría de gente progresista, que en un momento dado, y sin darse cuenta, abandonó el núcleo de lo que había sido desde el siglo XIX su ideario político: la crítica del capitalismo; los derechos de los trabajadores; la justicia social; la emancipación universal. Era un ideario que al cabo de más de un siglo empezó a abarcar nuevos derechos y nuevas sensibilidades, desde la urgencia de la igualdad de las mujeres y las minorías sexuales hasta la crítica rigurosa del colonialismo y sus pervivencias contemporáneas.

¿En qué estábamos pensando en la última década del siglo anterior y la primera de este, justo cuando el capitalismo aceleraba más que nunca su dominio sobre el mundo, sobre los recursos naturales esquilmados, sobre cada aspecto de la vida, sobre la mente humana? La pérdida de la conciencia social y del sentido de la justicia se correspondía con gobiernos de personajes que, bajo un aura cosmética de progresismo —Bill Clinton, Tony Blair— contribuyeron activamente, y con gran beneficio personal, a facilitar el triunfo del dinero y socavar los últimos reductos de lo público y la dignidad de los trabajadores.

Parecía que las cosas estaban más o menos bien y que podían seguir siendo así. En España, el modelo económico de los gobiernos de José María Aznar siguió siendo el mismo cuando gobernaron los socialistas, un dejarse llevar por una prosperidad especulativa, en la que las organizaciones sindicales parecían tan obsoletas como la idea de la lucha de clases. Era la época en que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero aseguraba que bajar impuestos era progresista.

En lo que yo pensaba sobre todo era en la amenaza y la tragedia cotidiana del terrorismo, y en el nacionalismo fanático que lo justificaba, sometiendo al miedo a una sociedad entera, y a un dolor sin consuelo ni reconocimiento a las víctimas, una especie de apartheid en el que eran también confinados los demócratas no amparados por la ortodoxia identitaria. Me parecía prioritario vindicar el patriotismo constitucional, en la estela de Manuel Azaña, la ciudadanía igualitaria y laica, a los que ni la izquierda ni la derecha españolas hacían demasiado caso, las dos empeñadas en una competición de casticismos y folklores oficiales.

Era una causa digna, y lo sigue siendo, pero ahora me doy cuenta de que no era suficiente. Sin un sustento de justicia social, la igualdad de derechos es ilusoria, según descubrió Martin Luther King en sus últimos años. Si veintiocho ancianos controlan la mitad de la riqueza de un país la soberanía nacional estará en gran medida en sus manos. Vi con mis propios ojos el derrumbe de 2008 en Nueva York, y vi también la frívola ceguera con que se aseguraba que sus consecuencias no llegarían a España. Pero lo que me abrió los ojos de verdad fue un libro de Tony Judt que leí nada más aparecer, en 2010, y se publicó luego en España con el título poco inspirado de Algo va mal. Era una defensa apasionada y del todo personal de la socialdemocracia: lo escribió alguien que viniendo de una familia trabajadora pudo estudiar en una universidad de élite gracias al estado de bienestar que fundaron los gobiernos laboristas británicos después de la II Guerra Mundial. Judt, historiador magnífico, polemista político, escritor en la estela contestataria de George Orwell, enfermo de ELA, reivindicaba sin ningún complejo todo lo que la epidemia neoliberal venía desacreditando y desbaratando desde los tiempos de Ronald Reagan: los servicios públicos universales, el activismo igualitario, la fiscalidad progresiva, la educación de primera calidad para todos. Me acuerdo de que la crítica del New York Times no fue menos feroz que la del Wall Street Journal. Tony Judt murió unos meses más tarde. Quince años y muchas injusticias y desmanes después, aquel libro es más todavía que entonces un redoble de conciencia, una invitación urgente a no cerrar los ojos y a no someterse a lo que parece inevitable.

0 Comments:

Publicar un comentario

DESTACADES ALEATORIES
BLOC D'EN FRANCESC PUIGCARBÓ - NOTICIES 24/7