En una calle estrecha, Pirate Alley, camino a la catedral, hay una librería de no más de diez metros cuadrados. Es la casa donde vivió William Faulkner durante seis meses de 1925 en los que escribió su primer libro, La paga de los soldados. En esta planta baja se metamorfoseó de poeta a prosista. Había abandonado su trabajo en una oficina de correos, harto de estar “a la entera disposición de cualquier canalla errante que tenga dos centavos para comprar un sello”, y se fue a la ciudad de su admirado Sherwood Anderson, con quien se pimplaba cada tarde entre una y dos botellas de vino. Para ganar los pocos dólares que necesitaba para vivir, practicó oficios variopintos, de conductor de lanchas a pintor de brocha gorda o piloto de aviones, siempre que esas ocupaciones no duraran más de “dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un vago”. En opinión del futuro Nobel, “es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas. (...) Y esa es la razón por la que el hombre se hace tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás”.

XAVI AYÉN - lavanguardia.com