Joan Manuel Serrat era, en 1969, alguien casi desaliñado. Alguien que cantaba la frase “tu nombre me sabe a hierba” como si se la estuviera diciendo en secreto a quien lo escuchaba. Era un músico, un cantante de quien se decía que era un poeta, que frecuentaba los programas interminables de los sábados, en la televisión argentina, con apenas una guitarra en la mano y un puñado de canciones que recorrían el mundo de Jacques Brel aprendido desde el franquismo. Y que pintaban el retrato más ácido –y también el más tierno– de esos personajes de pueblos  blancos, que espiaban tras los visillos.

Pero su historia, o, mejor, la historia de amor con la Argentina, contada con meticulosa pasión por Tamara Smerling, es a su vez otras historias. La de una época pero, sobre todo, la de un cambio notable en las maneras de escuchar y en las formas de relacionarse con la música. Las canciones de Serrat podían bailarse. Pero también debían escucharse.  Como toda Gran Historia, se construye con las pequeñas historias. La de la chica que llamó por teléfono a su mejor amiga para decirle que se había enamorado, después de haberlo visto por primera vez, aún un desconocido, en la televisión; el improbable encuentro con Aníbal Troilo y Rubén Juárez, mientras empujaba su auto descompuesto hasta la vereda; los tira y afloja con los productores de la época. La historia de una voz, finalmente, contada, como se debe, a muchas voces.


A continuación un fragmento, a modo de adelanto: 


Capítulo 7 – Un pañuelo bordado - 1976

—Yo voy igual, Alfredo…

—Yo, a vos, no te voy a traer más, Juan. Vos sos mi artista, yo te voy a cuidar.

El clima era áspero y asfixiaba.

Alfredo Capalbo estaba preocupado: las listas negras marcaban a artistas, escritores, abogados, actores o periodistas, circulaban por las mesas de noticias, en las radios y en los canales, y se tornaba cada vez más complicado que Serrat actuara en los teatros de Buenos Aires. El último viaje a la ciudad, directamente, lo alojó en su casa: no quería correr riesgos. Ni las habitaciones del Alvear lo salvaban. Su hija, Alejandra, dejó la habitación del departamento del cuarto piso de Arenales 1446, entre Paraguay y Paraná, y se la cedió por un mes y medio a «Joan Manuel», como le gustaba llamarlo de entre casa. El living pasó a ser su nuevo cuarto. Esa Navidad, quizás en compensación, Serrat le regaló su primer vestido largo y una muñeca de Sarah Kay, y compuso también algunas de las canciones de …Para piel de manzana en su habitación.

La llegada de 1976 lo encontró, por eso, en la casa de los Capalbo. Una enfermedad del manager, aparentemente, precipitó también las cosas. Ese fin de año celebró su propio cumpleaños y, unos pocos días después, la cena de Año Nuevo. El festejo de sus 32 años fue en un local de la avenida Córdoba junto a sus amigos, como Víctor Heredia. «Serrat llegó a Buenos Aires pero como un simple turista», escribió Crónica cuando se enteró de que estaba en la ciudad. «Volveré en agosto para cantar», le dijo al periodista, al tiempo que aclaró que «solo vengo por unos días, y con el fin de visitar a unos amigos. No quería promoción por eso no hice pública mi llegada».

Las peleas entre Capalbo y Serrat comenzaron por esa época. El cantante no quería saber nada con dejar de venir a tocar: no lo amilanaban. En Uruguay ya estaba prohibido: la información llegó por un cable de la agencia ANSA. «Las actuaciones así como la difusión de sus temas a través de la radio y la televisión, de un grupo de artistas (actores, músicos y folcloristas) fueron prohibidas por “decisión superior”, según trascendió de fuentes de la Asociación Nacional de Broadcasters Uruguayos».

Serrat se paseaba por la calle Florida, y refunfuñaba. Le preguntaban a Alfredo Capalbo si ese realmente era el cantante. El jean, las zapatillas —que se calzaba como si fueran una chancleta— y la desprolijidad no hacían más que confundir a los transeúntes: se codeaban al verlo. Sin embargo, pese a su aspecto, la revista Gente publicó una nota donde comparaba cuánto ganaba Serrat en relación con Tom Jones, Francis Smith, Richard Burton, Roberto Carlos y Andy Williams: «Junto a Raphael es uno de los cantantes de España que tiene mejor cotización. Por cada actuación pide 200 mil pesetas y un porcentaje en la recaudación. Este año, en nuestro país, cobró 15 millones de pesos». Los periodistas porteños pensaban que ni Paco de Lucía —que había recorrido el país en una larga gira— ni la llegada de Paco Ibáñez, lograron opacar el éxito de Serrat, quien marcó una identificación profunda con todas las clases sociales y no solo con los intelectuales o la militancia.

La situación social y política, en tanto, se complicaba. En junio de 1975, tras una huelga general, las fábricas de Buenos Aires y Córdoba marcaban el pulso: el conflicto estaba a un paso de estallar. Isabel Martínez tuvo que hacer una última concesión y, bajo la presión de diferentes sectores, le pidió la renuncia a su protegido, el ministro José López Rega. «Insisto en la reiteración de mi renuncia a los cargos oficiales, rogándole que la acepte como un aporte patriótico tendiente a lograr la unificación de los espíritus perturbados», decía la carta del ex policía. Sobre principios de septiembre, además, el Gobierno sacó un decreto que ilegalizaba a los Montoneros: «Prohíbese el proselitismo, adoctrinamiento, difusión, requerimiento de ayuda para su sostenimiento o cualquier otra actividad que efectúe para lograr sus fines el grupo subversivo autodenominado “Montoneros”, ya sea que actúe bajo esa denominación o cualquier otra que la sustituya», decía el artículo primero. La medida era casi formal: de hecho, todas las actividades montoneras venían siendo reprimidas desde hacía más de un año. Servía, por si acaso, para incrementar con el cargo de «asociación ilícita» las penas a los detenidos. La Argentina era un hervidero y el aire se tornaba irrespirable por la espiral de violencia. La viuda de Perón tenía, finalmente, los días contados. Por eso, cuando Serrat se tomó un avión de regreso a España, pidió —por seguridad— que un grupo de periodistas lo acompañara hasta el aeropuerto. Alberto Amato, que trabajaba en la revista Antena, fue uno de los elegidos para la despedida.

El cantante se iba enojado: su representante había suspendido una serie de conciertos para presentar su nuevo disco, …Para piel de manzana, previstos para marzo y con fechas pautadas en Buenos Aires y Córdoba. La suspensión le costó, además, mucho dinero.

Ni bien subió al avión, el manager le dijo a Amato:

—Alberto, en mi mesa se puede sentar el jefe de Policía y también el jefe del ERP.

—Pero, Alfredo, eso es imposible… —le respondió, sorprendido, el periodista.

Serrat regresó a la Argentina a mediados de junio de 1976. Solo habían pasado dos meses del golpe. Iluso, le dijo a Última hora: «En agosto les estaré cantando a los argentinos». El viaje fue relámpago: solo para arreglar unos asuntos con Capalbo. «Simplemente porque estaba en Brasil, llegando de Francia, y allí me tenía que marchar a México. Así que le quité un día a Río [de Janeiro] y me vine a verlos a ustedes. El martes ya estaré en México para comenzar a trabajar».

Esa fue la última vez, por casi una década, que caminó por Buenos Aires.

***

Juan Carlos Novoa trabajaba como periodista. Había nacido en 1938 en la «República de Mataderos» donde adquirió, como mencionó uno de sus amigos, Ricardo Ragendorfer, los tres estigmas que luego lo marcaron a lo largo de toda su vida: el fútbol, Perón y el tango.5 En relación con lo primero, el fútbol, fue un hábil mediocampista en las inferiores de Nueva Chicago, aunque era hincha de Vélez. Lo segundo, un legado de su familia, se potenció durante el gobierno de Arturo Frondizi por un hecho que ocurrió en el barrio: la toma del Frigorífico Lisandro De la Torre. Lo tercero, el tango, en ese arrabal de Buenos Aires, flotaba en la calle. Novoa no disimulaba su romance por las orquestas de los años cuarenta: Juan D’ Arienzo, Carlos Di Sarli, Osvaldo Pugliese y Miguel Caló. Parecía anclado en esa época: solo era ver su estampa de milonguero mientras recitaba a Cadícamo en alguna sobremesa.

Joan Manuel Serrat y Juan Carlos Novoa se conocieron, por casualidad, por una botella de vino. Cacho trabajaba como periodista de Espectáculos en la revista Antena, durante los primeros viajes del artista a Buenos Aires.6 Había entrado como cadete, después de un paso fugaz por la Policía. Le gustaba escribir y era un gran lector de media noche que recitaba, de memoria, a Roberto Arlt o Joseph Conrad. El oficio lo aprendió con la práctica y los buenos maestros con quienes se topó frente a las máquinas. «Yo lo conocí a Joan porque le tenía que hacer una nota en un restaurante y podía elegir el vino que íbamos a tomar. Era el año 69, trabajaba en Antena y ya estaba cansado de hacerles notas a montones de artistas españoles de mala calidad, así que solo acepté porque me iban a pagar el vino más caro. Estuvimos desde la una del mediodía hasta las nueve de la noche. A él le habían hablado del Tigre y lo quería conocer, entonces fuimos con unos amigos. Nos tomamos un barquito manejado por un militar retirado que había perdido en el 63 en la batalla entre azules y colorados y quería desvincularse de eso, así que nosotros, que habíamos bebido un poco, le dijimos que todos los milicos eran una mierda. El tipo nos desembarcó inmediatamente con Serrat y todo».

Los encuentros siguieron, después, en un picado de fútbol entre un grupo de periodistas y los músicos del cantante. El aroma del arrabal y la devoción por Cadícamo, quizás, hicieron el resto. Se hicieron inseparables en las largas temporadas que Serrat pasó en Buenos Aires.

Una tarde, el catalán cantaba los primeros acordes de «Si la muerte pisa mi huerto», un tema grabado en 1970.

—Che, Nano, pero esa melodía es igualita a un tema de Vinicius de Moraes…

—Sí, es verdad, es un tema que había escuchado. No sé, me levanté una mañana, inspirado, lo escribí, y bueno, me salió igual. ¡Qué querés que le haga…! —le retrucó el cantante, enojado.

Serrat pasaba veladas en la casa de los Novoa en Mataderos y hasta se lo vio en imágenes mientras acunaba a su hijo, Rodrigo, que nació a fines de 1972. Ese mismo verano fue nombrado como su jefe de prensa y se encargó de los reportajes y las giras del artista. La campaña de la Tendencia Revolucionaria estaba en marcha y Novoa, ligado a la Juventud Peronista, lo conectó también con la militancia. El periodista, de rasgos afilados y mirada triste, tuvo también un paso, fugaz, por Descamisados. La primera vez que entró a la redacción vio las armas arriba de los escritorios y se preocupó. Unos años antes, como jefe de prensa de Leonardo Favio, había acusado directamente a los pistoleros de la masacre de Ezeiza y se la tenían jurada.8 Después, llegó el diario Noticias, donde se fogueó con Juan Gelman y Rodolfo Walsh. En 1974, mientras estaba en España, se produjo un allanamiento en la redacción y se quedó sin trabajo. «Ya es mucho culo, me voy a tener que ir de acá…», pensó.

Y lo llamó a Serrat:

—Mirá, Juan, esto no da para más… Montoneros entró en la clandestinidad, cerraron el diario Noticias, el comisario Villar nos la tiene jurada, me quedé sin trabajo, toda la protección que teníamos antes se fue al carajo.

Serrat, rápidamente, le pagó los pasajes a Barcelona y le dio trabajo en la compañía discográfica Ariola. «Cuando viajaron mi mujer y mi hijo, que en ese momento era chiquito, Serrat recordó en un recital la situación de muchos chicos que tenían que irse de su país por problemas políticos, del destierro que sufrían. Para mí fue muy emocionante porque lo decía pensando en mi hijito», unos años más tarde contó Novoa.

El primer domicilio en Barcelona que los Novoa tuvieron cuando llegaron, a mediados de 1975, fue la casa de la madre de Serrat, doña Ángeles, en un barrio muy elegante, cerca de las montañas: Vallcarca. En el colmo de las desgracias hubo una casualidad: el departamento era un piso completo en la calle República Argentina.

El momento social y político en España era complicado. La Junta Militar agitaba el golpe en la Argentina y en Madrid, pocos meses después de la llegada de los Novoa, el 20 de noviembre de 1975, murió Francisco Franco. Serrat, que estaba de gira en Caracas, Venezuela, alcanzó a descorchar una botella de cava y despertar a sus padres para darles la buena noticia en la habitación donde descansaban.

En el piso en Barcelona, el pequeño hijo de Cacho, Rodrigo, jugaba a tirar una corneta por el balcón. Su padre iba hasta abajo y la buscaba sobre la vereda. Un día, los policías de la guardia civil se peleaban con los estudiantes. Uno le alcanzó el juguete y le dijo:

—Tome, hombre, este no es momento para juegos…

Novoa trabajaba en la difusión de los discos, en pautar los reportajes o las sesiones de fotografías del artista. En Para piel de manzana quedó estampada una foto con todos los músicos que tocaron con Serrat en ese álbum: en la portada, también, estaba su amigo.

El primer cortocircuito surgió cuando Serrat le pidió que escuchara aquel disco. Después de la cima de Mediterráneo o los álbumes dedicados a Miguel Hernández o Antonio Machado, a Cacho le pareció que tenía sabor a poco:

—No, che, este disco me parece un plomo… —se sinceró el periodista. Serrat lo mandó a la mierda.

En 1977, Novoa se separó y su mujer viajó con su hijo, en barco, de regreso a Buenos Aires. Los meses pasaron y Cacho añoraba a Rodrigo. En Mataderos también habían quedado sus padres, que estaban grandes y enfermos. Cacho averiguó con Fernando Vaca Narvaja y Miguel Bonasso si estaba en alguna lista y cuando le confirmaron que no, regresó a la Argentina.

Fue poco antes del Mundial de 1978.

—Quédate tranquilo, Cachito, que si estás en alguna, te doy 24 horas de ventaja… —le dijo uno de sus viejos amigos de la Policía.

***

El Consejo de Guerra de España condenó a muerte a militantes del FRAP (un grupo antifranquista, de tendencia anarquista) y ETA, que fueron acusados del asesinato de un grupo de policías. En el desenlace, para asombro del mundo entero y mientras Franco agonizaba en su lecho de muerte, fueron fusilados. Serrat estaba en La Habana cuando se enteró de la noticia. Fue el 28 de septiembre de 1975 y la siguiente escala de su gira era el Distrito Federal, en México, donde lo esperaban conciertos. El presidente de México, Luis Echeverría Álvarez, de manera inmediata, rompió relaciones con España. No solo decidió desconocer el gobierno de Franco: dio lugar a la Segunda República. Prohibió, además, la entrada de cualquier ciudadano español en su territorio.

La sorpresa de Serrat fue que, dos horas después de enterarse de aquellas novedades, el empresario que lo había contratado en México lo llamó para decirle:

—Oye, agárrate, porque es fuerte. Hay una orden de Presidencia de Gobierno por la que, informados que tienes que debutar en Bellas Artes, conceden autorización para que entres en el país.

El cantante pasó muy mala noche. No solo por la amargura de las muertes, también sobre qué iba a responder ante las preguntas de la prensa. Se debatió entre las posibilidades: «[O] volverme a España y de alguna manera esconder mi actitud personal contra los fusilados o aceptar la oferta, aunque sabía perfectamente que al llegar al aeropuerto de México me esperarían los canales de televisión y todos los periodistas. No podía adoptar la primera posición, porque no estaba en absoluto de acuerdo con las ejecuciones de los cinco muchachos, así que procuré imaginarme qué era lo que me iban a preguntar para saber qué tenía que responder. Me lié la manta a la cabeza y dije: “Juanito, ya veremos cuando vuelves a casa”».

Ni bien pisó el aeropuerto, los periodistas se atropellaron frente al cantante. «Declaro mi absoluto repudio a la pena de muerte y a la violencia establecida y oficial», les dijo, bien escueto, Serrat. Las repercusiones no tardaron en llegar. No solo afectaron la salida de su nuevo disco, Para piel de manzana: también produjeron la ruptura, definitiva, con su representante, Lasso de la Vega. Pero lo peor de todo fue que el gobierno de España emitió una orden de búsqueda y de captura en su contra. La declaración le valió la expulsión, lisa y llana, del Sindicato Nacional del Espectáculo y la prohibición absoluta de todas sus canciones y sus discos. Se acordó «suspender indefinidamente el visado de los contratos sindicales que presente el artista Joan Manuel Serrat hasta tanto no se retracte de las declaraciones antipatrióticas hechas en México, o manifiesta que son falsas las que los medios de comunicación internacionales le han atribuido».

Un diario local llegó a titular: «Serrat, el renegado».

El nuevo disco fue retirado del mercado poco antes de salir a la venta. Tal como había ocurrido siete años antes con el Festival de Eurovisión, se prohibió su difusión por la radio y la televisión. En algunos países de América latina —como Chile— le negaron la entrada. «Para piel de manzana es, en realidad, un disco del exilio que apenas tuvo promoción. Apareció casi bajo mano, mientras yo “gozaba” de un alejamiento forzoso, a raíz de unas declaraciones sobre los fusilamientos de 1975 (…). Pero el disco ya estaba hecho y, aunque su llegada al mercado fue casi clandestina, la grabación había resultado, en cambio, una verdadera fiesta».

Serrat quedó varado en México: «En aquel sitio uno se sentía sólido. Por eso no quise hacer tampoco giras por América. En Chile estaba Pinochet, en la Argentina eran los últimos coletazos de Isabel Perón y ya llegaban los militares, también estaban en Uruguay». La estancia duró casi un año. En el exilio, el cantante no logró componer una sola canción, pero se codeó con Luis Buñuel o Juan Rulfo.

Solo para sobreponerse a aquella situación organizó una gira en una casa rodante a la que llamaron La Gordita, donde ofreció una serie de recitales a bajo costo junto a una banda de músicos —unos diez en total—, sus mujeres y sus hijos, que vivieron en lugares de paso y moteles de bajo costo. «Espero que eso no pase más, ni por mí ni por nadie. El exilio es una de las experiencias más amargas que un hombre puede sufrir».

Serrat logró volver recién el 20 de agosto de 1976. El recibimiento en el aeropuerto de Barcelona fue multitudinario. El Tribunal de Orden Público estaba aún activo y corrió peligro de quedar detenido durante el fin de semana. «En ese momento no me importaba nada. Tanto que decidí volver a España aún antes de promulgarse la Ley de Amnistía. (…) pasé bastante tiempo sin tener domicilio fijo, viviendo de casa en casa, porque en mi casa y en la de mis padres aparecían pintadas con amenazas». Sobre el final de ese año, con la colaboración de los viejos empresarios de la Nova Cançó, inició una gira por barrios de Barcelona, que terminó en el Palacio de los Deportes, y, más tarde, en París: «Serrat als barris». La gente coreaba las viejas canciones republicanas, los versos del éxodo como «El emigrante», un antiguo lamento campesino y, claro, «Cançó de matinada». Fue uno de los momentos más emocionantes en la Cataluña del post franquismo.

Una noche llegó a dormir en el departamento de un amigo, Quico Sabaté, y se quedó casi un año. En París se dio el lujo de tocar con Georges Brassens: uno de los cantantes de sus sueños. Jorge «Cacho» Fontana lo entrevistó para un programa que estaba haciendo sobre «los niños en el mundo». El cantante acababa de llegar de México y se mostraba, feliz, por el regreso a Barcelona tras sus once meses de exilio. Las consultas de Fontana fueron en la calle, justo a la hora de salida de colegio, por lo que rápidamente un remolino de niños y niñas se apostó alrededor del cantante. El paisaje, alrededor, era gris, las calles empedradas de París.

—¿El domingo juegan River y Boca, qué pálpito tenés?

—No es cuestión de pálpito, uno es xeneize y se acabó —se rieron los dos.

—Bueno, pero lo importante es reencontrarnos, ¿cómo estás vos, Joan Manuel?

—Contento de poder estar en casa, contento de poder salir y estar aquí con los amigos en París, y poder hacer este encuentro con Moustaki y con Paco, y con vosotros también.

—Joan Manuel, ¿en la Argentina siempre hay expectativa por verte?

—Uy, cuanta gente… —mira Serrat, alrededor, la maraña de chicos.

—Está bien, es un reflejo de la popularidad, mucha gente joven.

—Sí, sí, en Argentina dejé muchos amigos y espero poder recuperarlos en cualquier momento porque uno sabe que no los pierde nunca. - periodismo.com