Nadie debería trabajar jamás. El trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar. Eso no significa que tengamos que dejar de hacer cosas. Significa que hay que crear una nueva forma de vida basada en el juego; dicho de otro modo, una revolución lúdica. Por «juego» también se debe sobreentender fiesta, creatividad, convivialidad, comensalía y puede que hasta arte. El juego va más allá de los juegos infantiles, por dignos que sean. Hago un llamamiento a favor de una aventura colectiva basada en el júbilo generalizado y la exuberancia libre y recíproca. El juego no es pasividad. Sin duda todos necesitamos mucho más tiempo para la pereza pura y la flojera del que nunca llegamos a disfrutar en la actualidad, al margen de nuestros ingresos o nuestra profesión, pero una vez recuperados del agotamiento inducido por el trabajo, casi todos queremos hacer algo. El oblomovismo y el estajanovismo son las dos caras de una misma moneda envilecida.
La realidad existente es totalmente incompatible con la vida lúdica. Tanto peor para la «realidad», el agujero gravitatorio que nos sorbe la poca vitalidad que aún distingue a la vida de la mera supervivencia. Curiosamente (o no) todas las viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el marxismo y la mayoría de variedades del anarquismo, creen con tanta pasión en el trabajo porque creen en muy poco más.
La izquierda dice que hay que acabar con la discriminación en el empleo. Yo digo que hay que acabar con el empleo. Los conservadores son partidarios de leyes que garanticen el derecho al trabajo. Siguiendo la estela del travieso yerno de Karl Marx, Paul Lafargue, yo me declaro partidario del derecho a la pereza. Los izquierdistas son partidarios del pleno empleo. Como los surrealistas (con la diferencia de que yo no lo digo en broma), yo soy partidario del pleno desempleo. Los trotskistas agitan a favor de la revolución permanente. Yo agito a favor de la diversión permanente.
Ahora bien, si todos estos los ideólogos abogan por el trabajo (y no solo porque pretenden obligar a otros a hacer el suyo) se muestran extrañamente reticentes a confesarlo. Pueden perorar sin parar sobre salarios, horarios de trabajo, condiciones, explotación, productividad y rentabilidad. Están encantados de hablar de cualquier cosa menos del trabajo en sí. Estos expertos, que se proponen pensar en nuestro lugar, rara vez comparten sus conclusiones, pese a su enorme importancia para la vida de todo el mundo. Disputan quisquillosamente entre ellos en torno a los detalles. Aunque regateen sobre el precio, los sindicatos y la patronal están de acuerdo en que debemos vender nuestro tiempo y nuestras vidas a cambio de la supervivencia. Los marxistas creen que deberían mandar los
burócratas, los libertarios creen que deberían mandar los empresarios, y a las feministas no les importa la forma que adopte la autoridad siempre y cuando los jefes sean mujeres. Está claro que existen estos traficantes de ideologías y que discrepan seriamente sobre cómo repartirse el botín del poder. Queda igualmente claro que ninguno de ellos tiene nada en contra del poder como tal y que todos quieren que sigamos trabajando.
Quizá os preguntéis si hablo en broma o en serio. Hablo en broma y en serio a la vez. Ser lúdico no equivale a ser ridículo. El juego no tiene por qué ser frívolo, aunque no quepa equiparar la frivolidad a la trivialidad: es más, deberíamos tomarnos la frivolidad
en serio con mayor frecuencia. Quiero que la vida sea un juego, pero un juego en el que haya mucho en juego. Quiero jugar para siempre jamás.
Por más que valore el placer del sopor, nunca será tan gratificante como cuando se lo alterna con otros placeres y pasatiempos. La abolición del trabajo, Bob Black