El PP se aferra a ETA al caer el mito de que la derecha genera riqueza y la izquierda sólo la distribuye.
ETA es memoria reciente y, por tanto, está también presente todavía. De todos. No sólo de víctimas y verdugos. Faltan muchos años todavía para que pueda aproximarse a la carnicería terrorista como si de un museo se tratara. El tiempo en compañía de los fallecidos nunca pasa lo suficientemente rápido y los cuerpos que ETA hace enfriar a tiros no son solo nombres y apellidos en los libros de historia y material para tesis doctorales. No todavía. Siguen siendo rostros que conocíamos arrancados de pura cepa de nuestro vivir colectivo. Las arcadas que muchos sentimos ante las papeletas de voto con asesinos como candidatos no guardan relación alguna con la política, no al menos con la que queda definida por los partidos. Son sólo la expresión más natural del sentir humano. Porque sólo los santos, y no son muchos, son inmunes al asco que hace sentarse a la mesa con un criminal y que, además, sea éste quien ordene el menú.
Cierto es que una sociedad no puede aspirar a cerrar las heridas del terrorismo sin grandes dosis de generosidad cuando las pistolas han dejado de agujerear cráneos y los antiguos asesinos, forzados por su derrota en el campo de batalla –con ETA esto se debe recordarlo, abrazan la política como única vía legítima para defender sus convicciones. Pero practicar la generosidad hace de alguien generoso, no idiota.
Y quienes pretenden que se acompañe con normalidad y sin hacer ruido la decisión de Bildu de sembrar de existoleros sus listas electorales no piden un ejercicio de bondad. Lo que exigen es, perdone al lector por la expresión chapucera, que asistimos sin quejarnos a un mear en nuestra cara y que aplaudimos porque la sequía ha terminado por fin y se ha puesto a llover. El camino de la reconciliación y la convivencia, cuando ha habido sangre, no es fácil ni lineal. Es un andar sin fin a través de un laberinto de contradicciones. Por ejemplo, se puede intentar –sin conseguirlo, por supuesto– sentirse muy cercano al dolor del exdiplomático Javier Rupérez y entender que le resulte incomprensible asistir a un proceso de santificación como “hombre de paz” de uno de los sus presuntos secuestradores, Arnaldo Otegui.
Y al tiempo que se procura este ejercicio de empatía sincera, llegar también a la conclusión, desde una óptica alejada de la casuística individual, que sin los esfuerzos del actual coordinador general de EH Bildu por arrastrar a la suya gente a posturas de renunciar a la violencia, quizás aún estaríamos añadiendo nombres a la lista de los asesinatos por ETA. Pero ese aséptico ejercicio solo es posible para quien no se ha pasado treinta días en un agujero jugando en la ruleta de la muerte con sus secuestradores.
Pero entonces, ¿dónde está el límite de lo que resulta aceptable? ¿Por qué celebrar que Otegui abriera un día los ojos al respeto a la vida de los demás y no hacer ahora lo mismo con estos asesinos que han cumplido ya las penas y aspiran a convertirse en concejales de los municipios en los que se presentan? ¿No han podido recorrer el mismo trayecto vital que su jefe político y arrepentirse de su pasado?
Reconocemos sin tapujos que tiene razón el lector que considera que ésta es una contradicción insalvable y que todo queda reducido al final a una cuestión de cuál es la capacidad para tragar de cada uno. Y sí, para muchos, incluso quien firma estas líneas, la frontera de lo que resulta aceptable la fija la irreversibilidad del daño causado. El asesinato marca la línea del abismo, sin vuelta atrás. Y participar en uno, más si es uno mismo quien dispara, debería comportar una inhabilitación política de por vida.
La provocación de Bildu es totalmente gratuita y contraproducente. Y esto la hace aún más censurable. No es humillante sólo para casi todas las víctimas. Es también de imposible digestión para la mayoría de ciudadanos que no arrastramos esa condición. Y de añadido tiene consecuencias políticas. Da la razón a quienes sienten como una humillación permanente de que Bildu se haya convertido en un socio preferente del PSOE en el Congreso. Dar galones institucionales, aunque sean de alcance municipal, a los pistoleros no es un paso más hacia la normalidad y la convivencia como pretenden algunos bienintencionados. Al contrario. Entorpece y dificulta. Cómo lo haría también convertir a un violador en concejal de feminismo e igualdad, por mucho que hubiera cumplido la pena y estuviera plenamente rehabilitado desde el ángulo jurídico.
Adelante Bildu con su mezquindad. Pero una cosa es que aceptemos pulpo como animal de compañía y otra muy distinta es dejar de verle como lo que es, un cefalópodo. - Josep Marti Blanch - lavanguardia.
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