Este ensayo quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo, de nuestra vida actual. Va enunciada la primera parte de él, que puede resumirse así: nuestra vida, como repertorio de posibilidades, es magnífica, exuberante, superior a todas las históricamente conocidas. Más por lo mismo que su formato es mayor, ha desbordado todos los cauces, los principios, las normas y los ideales legados por la tradición. Es más vida que todas las vidas, y por lo mismo más problemático. No puede orientarse en el pretérito.
Tiene que inventar su propio destino.
Pero ahora hay que completar el diagnóstico. La vida, que
es, ante todo, lo que podemos ser, vida posible, es también, y
por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos
a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales
de que se compone la vida. La circunstancia —las posibilidades—
es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto.
Ello
constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo,
sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: en este de ahora. Nuestro mundo es la
dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad
vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre
la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está
absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al
caer en este mundo —el mundo es siempre este, este de ahora—
consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una
trayectoria, nos impone varias, y, consecuentemente, nos fuerza…
a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es
sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que
vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar
a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados
nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no
decidir.
Es, pues, falso decir que en la vida “deciden las circunstancias”.
Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo,
ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es
nuestro carácter.
Todo esto vale también para la vida colectiva. También en
ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y luego, una resolución
que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva.
Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga,
o lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella. En
nuestro tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide. No
se diga que esto era lo que acontecía ya en la época de la democracia,
del sufragio universal.
En el sufragio universal no deciden
las masas, sino que su papel consistió en adherirse a la decisión
de una u otra minoría. Estas presentaban sus “programas” —excelente
vocablo—. Los programas eran, en efecto, programas de
vida colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto
de decisión.
Hoy acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida
pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado
más —son los países mediterráneos—, sorprende notar que en
ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera
extraño. El poder público se halla en manos de un representante
de masas. Estas son tan poderosas que han aniquilado toda posible
oposición. Son dueñas del poder público en forma tan incontrastable
y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia
situaciones de gobierno tan preponderante como estas. Y, sin
embargo, el poder público, el gobierno, vive al día; no se presenta
como un porvenir franco, ni significa un anuncio claro de futuro,
no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución
resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto.
No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino
prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese poder público
intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino al contrario,
se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: “soy
un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias”.
Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del
futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto
de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por de pronto,
empleando los medios que sean, aun a costa de acumular, con
su empleo, mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido
siempre el poder público cuando lo ejercieron directamente las
masas: omnipotente y efímero. - José Ortega y Gasset - La rebelión de las masas.
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