El error es pensar que la gente es lógica. En lo importante de la vida, como el amor, no lo es. Tampoco en la política, particularmente a la hora de votar, circunstancia en la que la emoción compite con los hechos, y la emoción suele ganar. Pienso en el éxito del populismo. Pienso en el comportamiento electoral en países tan variados como Turquía, Inglaterra, México, Sudáfrica, Rusia y Estados Unidos. Pienso un poco en España. - John Carlin.

En Turquía, Recep Tayyip Erdogan acaba de obtener la mayoría necesaria para alargar el mandato presidencial. Y eso que, por culpa de su gestión, la economía va fatal, con la inflación por encima del 40%; que abusa del aparato judicial para criminalizar a la oposición y controlar los medios; que un terremoto, en febrero, en el que murieron 50.000 personas, dejó en evidencia un sistema de corrupción en el que el amiguismo pesa más que la eficiencia en la construcción de casas. Votar por Erdogan significaba persistir en un gobierno más dictatorial que democrático, más corrupto que competente. El pueblo turco dio su veredicto. Ya lo habían tenido nueve años; ahora van cinco más.

México y Sudáfrica no son tan autoritarios, aunque van por el camino, pero en cuanto a corrupción superan a Turquía, mientras que en inseguridad ciudadana están en otra liga. Pero ahí está el presidente Andrés Manuel López Obrador, a años luz de la oposición en las encuestas, y ahí está el Congreso Nacional Africano, eternizado como partido de gobierno mucho, mucho después de que el sueño de Mandela se convirtiera en pesadilla .


Rusia: No entramos en detalles. Digamos que, como todo indica, una clara mayoría de rusos opinan que Putin es un pedazo de hombre.


Inglaterra: No sólo votan por el suicidio colectivo del Brexit, sino que tres años después, en la antesala del colapso económico, eligen por mayoría absoluta al partido que les prometió el paraíso si salían de la Unión Europea. Y puesto que estamos con “las democracias maduras”, ¿cómo van Estados Unidos? Donald Trump no sólo es el firme favorito para ser elegido candidato presidencial del Partido Republicano para las elecciones del 2024, sino que existe la sensación creciente de que podría ganarlas. Como ha dicho The Economist esta semana: “Hay que tomarse en serio la posibilidad de que el próximo presidente de EEUU sea alguien que divide a Occidente y gusta a Vladimir Putin; que acepta los resultados de las elecciones sólo si las gana; que llama mártires a los pinchos que irrumpieron en el Capitolio el 6 de enero del 2021... que es objeto de múltiples investigaciones para infringir el derecho penal, además de tener antecedentes por agresión sexual...”.

Putin juega en otra liga, por supuesto. Pero los demás –Erdogan, López Obrador, el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa y Boris Johnson– son pilares de rectitud, decencia y democracia comparados con Trump. Lo alucinante, en el sentido más literal de la palabra, es que las decenas de millones de devotos de Trump no ven motivos para cuestionarlo.

Los hechos demuestran que durante su presidencia, Trump no cumplió ni de lejos la promesa electoral estrella de construir un muro a lo largo de la frontera con México y que, por otra parte, la única idea política que logró hacer realidad ser una jugosa rebaja de impuestos para 250.000 multimillonarios, entre los que estaba incluido él, pero poquísimos de sus seguidores, la mayoría de ingresos bajos. Pero da igual. La fe mueve montañas. Entonces, ¿por qué la fe gana la lógica? ¿Por qué los hechos cuentan tan poco en las decisiones políticas que toma tanta gente? ¿Por qué tantos seres supuestamente pensantes se identifican con estos tiranos o payasos o charlatanes?

Porque pertenecer a un equipo es lo importante. Porque ven en el líder una figura paternal que les ofrece esperanza y protección en un mundo confuso y hostil, un general vengador que comparte a los mismos enemigos y los mismos odios y los mismos resentimientos que ellos. Porque formar parte del equipo del gran papá les da una sensación de pertenencia, de relevancia, de identidad que les permite olvidar la terrible verdad de que no son –no somos– más que un grano de polvo en el infinito cosmos. Esto es lo que ofrece el populismo, que no es poco. Con la posible excepción de la vida eterna, es lo mismo que ofrecen, a cambio de fe, las grandes religiones: un pack irresistible de pertinencia, esperanza, refugio y orden en el caos. La lección está clara: el aspirante a liderazgo político que se atiende a los hechos terrenales compite en las elecciones con la misma desventaja que un corredor con el tobillo roto en un maratón.

Éste es, hasta cierto punto, el caso de Pedro Sánchez. Los datos indicaban que no se merecía este palo en las elecciones del pasado fin de semana. “Oyendo lo que dice la oposición en Sánchez –me decía esta semana un amigo estadounidense que vive en Madrid– podíamos llegar a imaginar que estábamos en Afganistán”.

Votar contra Sánchez no fue un acto totalmente exento de razón, como sí lo fue votar por el Brexit o Erdogan. Como otros observadores extranjeros han señalado, con cierta perplejidad ante los resultados electorales, España tiene la tasa de inflación más baja de Europa, salario mínimo y pensiones de récord, la crisis del independentismo catalán se ha controlado y, gracias en buena medida en la figura de Sánchez, no se acuerda cuando España gozó de tanto prestigio internacional. Pero la lógica de estos hechos no le ha servido de nada al PSOE ante la furia visceral que despierta a Sánchez dentro de su país, ante el tobillo roto que ha significado su alianza de gobierno con el también visceral enemigo que representa, para tantos españoles, Unidas Podemos.

Dicho esto, no estamos tan mal. Votar contra Sánchez no fue un acto totalmente exento de razón, como sí lo fue votar a favor del Brexit o de Erdogan. Las decisiones electorales en España no pueden compararse en nivel de disparate con las de Turquía, México, Sudáfrica, Inglaterra y Estados Unidos. Seguimos siendo, relativamente hablando, gente seria aquí, gente democrática. Los perdedores no impugnarán el resultado de las elecciones generales que se avecinan. Pero cuidado. Quizás un día de estos sí que lo harán. Soplan vientos peligrosos por los mares y los océanos. O, como quizá dirían los trumpianos de Vox, hay moros en la costa.