IAG (INTELIGENCIA ARTIFICIAL GILIPOLLAS)

 

La abuela de todas las inteligencias artificiales del cine es la robot María de ‘Metrópolis’. A Fritz Lang se la coló su guionista nazi, pero en Estados Unidos no pillaron el asunto y censuraron la película por comunista.

Fry: “¿A qué partido votas, Bender?”

Bender: “No. Yo no puedo votar.”

Fry: “¿Por ser robot?”

Bender: “No. Por criminal convicto.”

(Futurama, Groening).

“ChatGPT no es guionista, es un productor gilipollas”. Así sentenciaban los directores y guionistas John August –colaborador habitual de Tim Burton– y Craig Mazin –The last of us (2023) entre otras muchas– en el podcast de estos dos últimos. Habían invitado a Rian Johnson (creador de la octava entrega de la saga Star Wars) y los tres se carcajeaban de la sinopsis que habían pedido al famoso chat de inteligencia artificial: el resultado era una sarta de estupideces sin pies ni cabeza, esa clase de “ideas” que ha tenido que escuchar cualquier guionista con currículo a la espalda. 


No exageran. En cierta ocasión, un mandamás televisivo –sueldazo– le soltó a esta que escribe que él no se leía jamás un guion: se lo pasaba a su cuñada porque tenía mucho tiempo libre y a ella sí que le gustaba leer (sic). Según la opinión a favor o en contra de la eximia experta, él decidía llevar a cabo o no el proyecto. Pues estos especímenes –cuñada y mandamás– abundan mucho más de lo que creen en la industria audiovisual. 


¿Recuerdan cuando hace no tanto una miríada de opinadores amenazaban al personal diciendo que todos los trabajos manuales serían reemplazados por robots? Pues el mismo enjambre afirma ahora todo lo contrario: serán los trabajos creativos e intelectuales los sustituidos por las máquinas. Quizá el problema no sea la gente ni sus empleos sino el concepto de trabajo en sí mismo. Pero, ¿reemplazar a creadores, escritores y guionistas? Menudo drama. Como si esa gente le importase a alguien. Ni tan siquiera a sus empleadores, véase la reciente huelga de guionistas en Estados Unidos, y eso que en Hollywood tienen unos sindicatos de hierro. Los 11.500 guionistas en huelga piden una mejora en condiciones laborales y salarios, devaluados en la última década por culpa del streaming. Ahora mandan las milmillonarias plataformas, que no declaran datos de audiencia. Los creadores pretenden incrementar su porcentaje de residuals (royalties, compensación por reemisión y DVD). Un ejemplo: se calcula –no hay datos oficiales– que Netflix ha ganado con El Juego del calamar, producido por 21 millones de dólares, unos 900 millones de dólares mientras que su autor, Hwang Dong-Hyuk, no se ha llevado ni una perra de esos beneficios, solo su sueldo. Salvo poquísimas excepciones, la mayoría de guionistas somos trabajadores autónomos precarios con trabajos temporales e intermitentes. En nuestro propio país tampoco se nos considera creadores específicos y cotizamos a la seguridad social en el epígrafe 861: “Escultores, ceramistas, pintores, grabadores y artesanos similares”. Y pese a que una gran mayoría crea que cualquiera puede escribir una letra detrás de otra, se trata de un oficio vocacional muy especializado que, como cualquier otro, precisa de muchos años de inversión en estudio y aprendizaje, más aún de experiencia y… ¡Basta! Resulta entonces lógico que los sufridos empresarios sustituyan a esta gente quejica y respondona –con frecuencia, zurda– por una máquina que nunca se ponga en huelga y que escriba guiones, obras teatrales, noticias y reportajes, libros, canciones, poemas, cómics, videojuegos; que diseñe ilustraciones, edificios y hasta otras máquinas… gratis. ¡Ups! Resulta que la aún incipiente tecnología ChatGPT tiene dueño –OpenAI– y si la versión simplona es gratis –de momento–, cobran 20 euros al mes por su versión premium. Que nadie da chatbots a cuatro pesetas en el tecnocapitalismo, alma de cántaro. 

Así las cosas, animadversión contra algunos engendros mecánicos hay, no lo vamos a negar. Pero por culpa de la ficción y sus derivadas, como siempre. Un poquito de prejuicio centenario sin salirse del corpus clásico de la ciencia ficción y del terror, con la máquina pseudohumana creada por el personaje del “científico loco” que tantos momentos brillantes, desquiciados y enfermizos ha aportado a la Historia del Séptimo Arte, hijos todos del Dr. Frankenstein parido por una mujer: Mary Shelley. Pero vayamos al meollo del asunto: ¿son realmente inteligentes las inteligencias artificiales del cine? La requetelista Hal 9000 de 2001, una odisea en el espacio (Kubrick, 1969), no es más que un electrodoméstico averiado, como cuenta la parodia de los Simpson, con un Hal enamorado de Marge intentando asesinar a Homer. Todas estas máquinas haters fracasan en su pretensión de acabar con quienes las crearon: ni siquiera los Nexus 6 de Blade Runner, ni Terminator, aunque su franquicia Skynet no muera jamás mientras produzca más secuelas. Tampoco triunfa el androide infiltrado en la Nostromo al servicio de la empresa que quiere rentabilizar como arma al primer Alien de la saga (Scott, 1979). El bicho mecánico está protegiendo al bicho a secas, una máquina de guerra. De esas que son como Viagra para unos viejos siniestros que quieren llevarnos de cabeza en un conflicto global. Si ya no se teme al holocausto nuclear, ¿qué tendría de malo soltar unos cuantos xenomorfos por Europa? Por cierto que empieza a retomarse esa vieja costumbre de soltar cosas nazis y a ver qué pasa. La abuela de todas las inteligencias artificiales del cine es la robot María de Metrópolis (1927), una replicante de buen ver que lleva a la perdición a las masas y a los cayetanos salidos. A Fritz Lang se la coló su guionista nazi Thea Von Harbou, pero en Estados Unidos no pillaron el recado y censuraron la película por… comunista. El director renegó de su propia criatura como hacen ahora algunos de los progenitores de ChatGPT.


¿Máquinas tontas y descontroladas que meten miedo a sus propios creadores? La ficción se adelanta siempre, alertando sobre ciertas tendencias homicidas. Además de los ejemplos arriba citados, recordemos Yo, robot (Proyas, 2004) ciscándose en Asimov y las tres leyes de la robótica o Almas de metal (1973) de Crichton, regalándonos a Yul Brinner como el robot de su propio personaje en Los Siete Magníficos (Sturges, 1960). Para duro, más duro que nadie, el metálico pistolero que asesina a los turistas de un parque temático. Aunque en los actuales tiempos de desmesuras terraciles y turismo desatado, el robot solo sería un vecino harto que se toma la justicia por su mano.

El concepto robot también forma parte del imaginario de los cuentos infantiles en versión juguete animado: R2D2 y C3PO, Transformers, El gigante de Hierro (Bird, 1999) o WALL-E (Stanton, 2008). En el subgénero de androide blandito y bienintencionado, Spielberg heredó I.A (2001) del papá de Hal 9000, Kubrick, para rodar una versión de Pinocho que, sin la mala leche de Stanley, hace aguas. Literalmente. Y mucho más allá de todos ellos, está Bender: “¿No te importa vivir con un humano? No, siempre quise tener una mascota”. En el universo locoide de Futurama se puede adivinar un futuro mucho más probable de lo que nos gustaría admitir. 

¿Robots en el cine español? Pues a pesar de variados intentos, la temática robótica no triunfa por estos lares, al igual que los ingenieros especializados hispanos, quienes ante la imposibilidad manifiesta de desarrollar proyectos de alta tecnología en el país de las cañas y tapas, se ven obligados a emigrar o a vender sus conocimientos a empresas que no fabricarían un robot ni jartos de grifa. Del castizo “que inventen ellos” hay buena muestra en la cocina americana de Las que tienen que servir (Forqué, 1967) también ilustradora del discurso rancio y reaccionario que tanto se lleva ahora. 

Todo está en la ficción, créanme. ¡Si hasta la palabra “robot” la inventó un dramaturgo, el checo antinazi Karel Capek y no un científico! Bien, no hay que ser alarmistas, pero puestos a poner pegas como solemos los que inventamos historias, quizá la IA, esa mecánica raza superior –claro tufo supremacista– que publicitan como el acabose, sea muy parecida al robot Bender de Futurama. Es decir, un cacharro divertido e incluso útil para doblar cosas pero tramposo, mentiroso, egoísta, codicioso, cruel, faltón, vicioso, machista, xenófobo y matón, capaz de hacer cualquier cosa por salirse con la suya, todo eso sin mucha inteligencia, que tampoco hace falta. Es decir, muy parecido a una gran mayoría de seres humanos. Y como cualquier otro artefacto inventado por el hombre, construido a imagen y semejanza de su creador.

AUTORA > Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió tres novelas: "El Corazón del caimán", "La danza de la serpiente" (Ediciones B) y "El jardín de los espejos". (Roca, 2020).


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