Un curiosísimo espectáculo se ofreció a los ojos de los terrícolas cuando descendieron de su nave espacial sobre aquel lejano planeta de una lejana galaxia.
Su superficie se extendía plana y lisa hasta perderse de vista.
Ningún relieve, nada de vegetación, solamente jaulas, una larga fila de jaulas que se perdía en el horizonte. Eran bastante parecidas de forma a las jaulas para pájaros que se utilizan en la Tierra, pero contenían algo muy distinto a pájaros.
Lo que había en su interior se parecía vagamente a un hombre.
Cada jaula encerraba a un humanoide.
¿Cuánto tiempo duraba su cautiverio? Mucho, sin duda, pues parecían extrañamente inertes y macilentos. El corazón de los terrícolas se oprimió.
-¡Hay que liberarlos! ¡Inmediatamente!
-¿Qué tirano ha podido cometer esta atrocidad?
-Actuemos con rapidez. Puede que los carceleros no estén lejos.
-¿Y si fueran peligrosos?
El capitán de la expedición tomó la palabra.
-Los liberaremos tomando todas las precauciones posibles. ¡Los pobres diablos! No tienen aspecto de ser peligrosos.
Y añadió entre dientes:
-¡Aunque lo fueran, no podríamos dejarlos así!
El humanoide de la primera jaula los vio aproximarse sin demasiada emoción. Ni miedo, ni gratitud, nada. Solamente emitió algunos sonidos extraños sin abrir la boca.
El capitán le sonrió con bondad.
-Mi pobre amigo, no comprendo nada de lo que me dices. Primero vamos a sacarte de ahí, después tendremos tiempo de aprender las lenguas vivas.
Sin más espera, los tripulantes de la nave empezaron a serrar los barrotes. Al serrar el último, el prisionero murió.
El capitán, perplejo, interrogó al médico de a bordo.
-¿Qué piensa usted, galeno?
-No sé. Es difícil de precisar. Quizá la emoción demasiado fuerte de encontrarse en libertad. El corazón, o lo que tenga en su lugar, ha flaqueado. Seamos más prudentes con los otros.
Se dirigieron a la segunda jaula. Pero antes de comenzar a serrar los barrotes, expresaron mediante gestos al humanoide lo que se disponían a hacer. No obtuvieron más reacción que dos o tres sonidos agudos.
Como había ocurrido con el precedente, este prisionero no resistió su libertad recobrada. Expiró al caer el último barrote.
Hicieron diez nuevas tentativas y obtuvieron diez nuevos fracasos.
El capitán estalló:
-¡Miserables esclavos! Se han adaptado de tal manera a su humillante condición, que la libertad los mata. ¡Necesitan una jaula para poder vivir! ¡Pero yo los liberaré aunque revienten todos!
Con rabia creciente, con obstinación, los hombres serraban los barrotes, y los prisioneros morían. El médico volvió junto al primer cadáver para estudiarlo.
Más tarde, el capitán y sus hombres se reunieron con él.
Ahora las jaulas destrozadas y los cadáveres de los humanoides se extendían hasta perderse de vista.
-¡Ni uno! -gruñía el capitán-. ¡Ni uno ha sobrevivido!
El médico abandonó el cuerpo que acababa de examinar. Sus ojos tenían una extraña mirada.
-No eran jaulas -dijo-. Eran sus propios esqueletos.
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