Volver a escribirla, pronunciar la palabra pacifismo como si nunca hubiera dejado de decirse, volver a usarla de pleno derecho, una y otra vez, es la respuesta a la guerra. La culpa fue de los griegos. Es feo señalar, pero el chachachá de los griegos era Aristóteles. Todo está en Gabinete Caligari. La culpa fue del filósofo. Porque escribió su Política, llevamos siglos, milenios, creyendo que es posible escribir de política. Peor aún, vivimos en la confusión, y nos parece que la política está hecha de palabras. Tanto es así, que a nuestra más relevante sede política le hemos dado el nombre de Parlamento. Nos equivocamos. Desde luego, la palabra parlamentar se refiere a hablar unos con otros, tiene el sentido de negociar. Pero, basta con verla escrita, o con solo oírla, para comprender que parlamentar se parece más a términos como parlanchín, o parlotear, que a cualquier otro sinónimo de hablar. Pocos escritores se han resistido a dedicarle una parte de sus páginas a la política. Pero no nos engañemos, no lo hacen impelidos por la conciencia social, ni por el compromiso político, sino porque están convencidos de que también la política es una cuestión de palabras. Tienen razón los escritores, la política es muy escribible. Eso pone mucho. Y además, rebosa material humano. La política está hecha de ambiciones, traiciones, heroísmos, cobardías, psicologías, caracteres fuertes y débiles, maneras de vestir, nobles propósitos y mezquindades, intereses, fracasos, vocaciones, ilusiones perdidas... Lo mismo que en las novelas, desde tiempos de la Ilíada. Es una trampa. Mientras pretendemos hacer política con las palabras, los verdaderos políticos hacen política con el poder. Un poeta puede menos que un poderoso. Cuando un poeta está en la cárcel, sabe que no habrá revancha, que jamás se invertirán los términos (no esperará que la tortilla se vuelva, por cantarlo con Quilapayún), sabe que nunca vendrán los suyos, pues siempre es el poder quien le encarcela, y el poder tiene otra lírica. Los cadáveres de nuestros mejores poetas yacen enterrados en el exilio o todavía se pudren en paradero desconocido. Las palabras son frágiles frente al poder. Es como si David intentase convencer de algo a Goliat. Las piedras de un poeta son sus palabras, está en León Felipe. No son piedras de una audiencia, ni de un palacio, ni de una iglesia, y no será por falta de fe. También el pacifismo está hecho de palabras y no de poder. Por eso siempre se desmorona cuando la cosa se pone chunga. Me hice pacifista atraído por la chupa militar de John Lennon. Todo es cuestión de símbolos. Hace un par de domingos, Enric González evocó aquí la historia de Jean Jaurès, en su artículo “El Café du Croissant”. Enric González es lo más, soy fan inquebrantable. El pacifismo de Jaurès, su oposición a enviar a Francia a la inminente Primera Guerra Mundial, simboliza, en su fracaso, en el asesinato de este político, el fin, no sé si de un socialismo, pero sí de una manera de ser socialista. El pacifismo únicamente cala antes y después de las guerras. Solo es aceptable como discurso. En tiempos de guerra, los pacifistas acaban presos o asesinados. Eso sí, siempre se han escrito grandes novelas antibelicistas. Ambientada en las guerras de la belicosa Prusia a lo largo del siglo XIX está Abajo las armas (de Bertha von Suttner, que le valió el premio Nobel de la Paz); en plena Primera Guerra Mundial, conmovió El fuego. Diario de una escuadra (de Barbusse, militante del partido comunista, premio Goncourt en 1916, pero nunca ha quedado claro si esta era una novela propagandística disfrazada de pacifismo, o a la inversa; el comunismo en Francia fue una forma de patriotismo, a Louis Aragon le sucedía igual). Pasada la Primera Guerra Mundial, aparecieron, por ejemplo, Sin novedad en el frente (de Remarque) y, a continuación, Adiós a las armas (de Hemmigway). Al estallar la Segunda Guerra Mundial, se publicó la famosa novela Johnny cogió su fusil (era el desplante de Dalton Trumbo a las campañas de reclutamiento, le caería encima toda la caza de brujas). Y quince, veinte años después de esa guerra, cuando el pacifismo impregnó la cultura pop, se escribieron novelas como Trampa 22 (de Joseph Heller) o Matadero Cinco (de Kurt Vonnegut). Con las guerras siguientes, se compusieron óperas-rock, como Hair. Recordar el pacifismo cuando respiramos la palabra guerra trece veces por minuto, lo mismo que el aire de Celaya, se convierte en un acto de compromiso. El pacifismo se había quedado en una costumbre antigua. Parecía que ya nunca más iba a hacernos falta en occidente. Se lo finiquitó y fue catalogado como una ideología obsoleta. Siempre sucede así. El pacifismo quedaba reducido, tan solo, a un tema sociológico, literario (para libros como los citados, y las películas que inspiraron). Era relegado a una manera de vestir, a una moda, a un puñado de canciones. El paso siguiente ha sido desacreditarlo por inútil, por inconveniente, por antisocial y antipatriótico. Por obsceno. Así, hoy la alternativa a la guerra no es el pacifismo, sino elegir el bando al que se pertenece.
Esta es la victoria del poder sobre las palabras. En Francia y en Alemania, se insinúa desde el Gobierno la vuelta del servicio militar obligatorio. Los fabricantes de armas ya no se contentan con exportar, necesitan ampliar el mercado interno. Hay poca demanda en los cuarteles europeos. Apenas cuatro tanques para los desfiles, y un puñado de chuches para dar barrigazos en maniobras que acaban mal, como la reciente tragedia de Cerro Muriano. El servicio militar obligatorio precisamente era eso. La mili era un continuo de noticias silenciadas de suicidios en las garitas, de accidentes mortales en maniobras, de novatadas salvajes y humillantes. La gente no quería ir porque sabía lo que pasaba. Han bastado un par de décadas para lavarle el rostro a la vida militar. Ahora, los sucios son los pacifistas. Justo en el momento en que la palabra guerra estalla cada vez que se abre el periódico, se lee cada vez que se entra en un diario digital, y se escucha a cualquier hora en que se ponga la radio, y se la ve dramáticamente en televisión. Ahora, que la guerra se presenta a punto de caramelo, ha quedado excluida la palabra pacifismo. Ahora, que se amenaza con un conflicto donde nuestra propia sangre puede llegar a los ríos que pasan por las ciudades y por los pueblos donde vivimos o hemos estado. La traductora @jeanmurdock_ lo publicó en su cuenta de la red social X. Era la foto de una página de El libro de Gloria Fuertes. Antología de poemas y vida (Blackie Books, 2019). El poema dice así: “Economía. Señores políticos:/Impedir una guerra/sale más barato /que pagarla”. Un poeta, una poeta, solo tiene palabras. Sabe que, aunque unos pocos obtengan ingentes beneficios económicos, el resto de la humanidad pagamos las guerras, y es lo que dice.
También la única arma del pacifismo es la palabra. En concreto, la palabra pacifismo. Volver a escribirla, pronunciar la palabra pacifismo como si nunca hubiera dejado de decirse, volver a usarla de pleno derecho, una y otra vez, es la respuesta a la guerra. Dirán que no es lo de antes, que hoy la guerra es más limpia, que han cambiado las trincheras por los drones. Pero los muertos no los han cambiado. Entonces, los señores de la guerra responderán que esto son solo palabras, que el pacifismo tan solo ofrece palabras. Y se reirán a carcajadas mirando a su alrededor, buscando la aprobación del respetable. Y en nombre de la dignidad, de la supervivencia, de la justicia..., exigirán su aplauso. Invocarán la lealtad a la familia, a los amigos, a los vecinos, para calificar de traidores a quienes no les sigan. Lo hacen para ocultar que solo pueden ofrecer muertos. Y después de los muertos, vendernos la falsa esperanza de que no volverá a pasar.
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