todo es violencia. O casi todo.
JOAN FUSTER
La violencia es la manera más simple, estúpida y brutal de proteger intereses privados y de resolver conflictos. Estaba por escribir "la más primitiva", pero me corregí al recordar que algunos salvajes son más pacíficos que muchos civilizados. El robo de un banco y la estafa requieren alguna inteligencia. En cambio, no hace falta mucha para disparar una pistola. Los sicarios de las mafias ejecutan sin planear. Lo que sí es necesario para apalear o matar a sangre fría, sea al por menor o al por mayor, es ausencia de sentido moral. Este sentido, lo mismo que el estético, se adquiere en el hogar y en la escuela, y se refuerza o debilita en el trabajo. Me corrijo una vez más: eso vale exclusivamente para las escuelas en las que se ensalza el trabajo y no las hazañas guerreras. Por ejemplo, vale para las escuelas canadienses. En la escuela porteña de mi remota infancia formábamos fila, marchábamos y cantábamos exclusivamente canciones bélicas: nos trataban como a soldaditos. Así nos preparaban para la violencia. El cine norteamericano completaba nuestra educación para la violencia. Cuando volvíamos de la escuela solíamos jugar al policía y ladrón, o al vaquero e indio.
También nos encantaba simular batallas y ejecuciones. Los más "piolas" preferíamos ser ladrones y elegíamos al más débil para el simulacro de fusilamiento. La violencia, real o ficticia, nos divertía y nos hacía sentirnos hombres. Los más prósperos comprábamos pistolas de cebitas o rifles de aire comprimido. Mi padre me confiscó mi primera pistola de juguete, lo que me pareció injusto, porque casi todos mis amigos tenían la suya o al menos aspiraban a tenerla. En ningún caso nos preguntábamos si la violencia era moral. La palabra "moral" ni siquiera figuraba en el vocabulario escolar.
No recuerdo haber escrito ninguna composición sobre ayuda mutua, protección al débil, solidaridad, paz ni menos aún sobre código moral alguno. Los temas de cajón eran "La madre", "La vaca", "La primavera" y "La fiesta patria". Se esperaba de todos los escolares, tal vez incluso de las chicas, que eventualmente empuñaran las armas contra enemigos imaginarios. Mi maestra de tercer grado nos confió que teníamos enemigos reales contra los que algún día tendríamos que pelear: Brasil y Chile. Supuestamente, estábamos listos para morir por la patria. Pero no se nos preparaba para enfrentar conflictos, grandes ni chicos, de manera racional, o sea, debatiendo y participando en organizaciones que no fuesen deportivas. (Hubo, empero, una excepción. En el sexto grado de la Escuela Argentina Modelo el maestro, el mejor que tuve, nos organizó en parlamento, y debatíamos algunos asuntos de interés público. Yo fui electo senador, pero no recuerdo haber propuesto ni debatido nada interesante. Me interesaba más la bibliotequita del grado, con sus novelas de piratas, vaqueros y hombres de armas que combatían con moros, indios u otros infieles.) Ni siquiera se nos hablaba de conflictos conyugales, de conflictos entre padres e hijos, ni aun menos de luchas de clases ni de choques ideológicos. El enemigo siempre era el otro, nunca uno de nosotros. Nos hacían creer que vivíamos en una sociedad tribal. No aprendíamos que en todo grupo social surgen conflictos, porque tenemos intereses encontrados o porque tenemos los mismos intereses. Menos aún aprendíamos cómo arreglar conflictos de manera amigable. Nos enseñaban que sólo había dos métodos para resolver conflictos: la pelea y el litigio. Y, puesto que los chicos no podíamos contratar a un abogado, recurríamos a puñetazos o a pedradas. (Yo era especialista en escoger y arrojar terrones de tierra duros.) Es verdad que en la escuela los matones eran reprendidos cuando eran pescados en flagrante delito, pero esto no ocurría con frecuencia. Además, no nos explicaban por qué está mal aprovecharse del débil ni, menos aún, por qué está bien defenderlo. Sin embargo, nunca faltaba el chico o la chica que salía en defensa del débil. En clase no se entablaban discusiones morales: este tema no figuraba en los planes de estudios. El fusilamiento de Dorrego y el de los prisioneros de guerra eran tratados como problemas puramente políticos. Sólo las atrocidades de la Mazorca despertaban indignación moral. Y aun esto pasó de moda después del golpe militar de 1930, cuando afloraron los defensores de la dictadura de Rosas. Tampoco los libros que leíamos los chicos o jóvenes nos planteaban problemas morales. O, cuando lo hacían, eran mala literatura. Por ejemplo, cuando adolescente me conmovió mucho la novela rosa Flor de durazno, de Hugo Wast, porque narraba la tragedia de una joven provinciana engañada y explotada al viajar a la capital. Y lloré leyendo los novelones de mi tío Manolo Gálvez sobre la infame guerra contra el Paraguay. Las cosas no mejoraron más tarde. Leíamos sin inmutarnos las historias de los fusilamientos y degüellos de prisioneros con que se entretenían los participantes de las guerras civiles argentinas. Leíamos Una excursión a los indios ranqueles como si narrara una epopeya patria o una interesante aventura, y no un genocidio. Y nos admiraba que Jorge Luis Borges, el poeta exquisito, confesara su admiración por aquel malevo que «no mataba a máquina», sino a cuchillo. Así nos íbamos insensibilizando desde temprano. Es sabido que la pobreza y la opresión engendran violencia, y que a su vez ésta suele acarrear más pobreza y más opresión. Pero no se sabe por qué la India, uno de los países más pobres del mundo, es también uno de los menos violentos (excepto cuando la turba es azuzada por fanáticos religiosos). Finalmente, también la política puede ser una escuela de violencia. Lo es cuando no hay democracia. En estos casos la violencia política, de arriba o de abajo, se agrega a la violencia doméstica y a la que practican los delincuentes profesionales. Con tantas escuelas de violencia, es asombroso que haya tan pocas personas violentas en nuestro medio. ¿Qué te pasa? ¿No estás de acuerdo? ¿Querés pelear? - Mario Bunge
No recuerdo haber escrito ninguna composición sobre ayuda mutua, protección al débil, solidaridad, paz ni menos aún sobre código moral alguno. Los temas de cajón eran "La madre", "La vaca", "La primavera" y "La fiesta patria". Se esperaba de todos los escolares, tal vez incluso de las chicas, que eventualmente empuñaran las armas contra enemigos imaginarios. Mi maestra de tercer grado nos confió que teníamos enemigos reales contra los que algún día tendríamos que pelear: Brasil y Chile. Supuestamente, estábamos listos para morir por la patria. Pero no se nos preparaba para enfrentar conflictos, grandes ni chicos, de manera racional, o sea, debatiendo y participando en organizaciones que no fuesen deportivas. (Hubo, empero, una excepción. En el sexto grado de la Escuela Argentina Modelo el maestro, el mejor que tuve, nos organizó en parlamento, y debatíamos algunos asuntos de interés público. Yo fui electo senador, pero no recuerdo haber propuesto ni debatido nada interesante. Me interesaba más la bibliotequita del grado, con sus novelas de piratas, vaqueros y hombres de armas que combatían con moros, indios u otros infieles.) Ni siquiera se nos hablaba de conflictos conyugales, de conflictos entre padres e hijos, ni aun menos de luchas de clases ni de choques ideológicos. El enemigo siempre era el otro, nunca uno de nosotros. Nos hacían creer que vivíamos en una sociedad tribal. No aprendíamos que en todo grupo social surgen conflictos, porque tenemos intereses encontrados o porque tenemos los mismos intereses. Menos aún aprendíamos cómo arreglar conflictos de manera amigable. Nos enseñaban que sólo había dos métodos para resolver conflictos: la pelea y el litigio. Y, puesto que los chicos no podíamos contratar a un abogado, recurríamos a puñetazos o a pedradas. (Yo era especialista en escoger y arrojar terrones de tierra duros.) Es verdad que en la escuela los matones eran reprendidos cuando eran pescados en flagrante delito, pero esto no ocurría con frecuencia. Además, no nos explicaban por qué está mal aprovecharse del débil ni, menos aún, por qué está bien defenderlo. Sin embargo, nunca faltaba el chico o la chica que salía en defensa del débil. En clase no se entablaban discusiones morales: este tema no figuraba en los planes de estudios. El fusilamiento de Dorrego y el de los prisioneros de guerra eran tratados como problemas puramente políticos. Sólo las atrocidades de la Mazorca despertaban indignación moral. Y aun esto pasó de moda después del golpe militar de 1930, cuando afloraron los defensores de la dictadura de Rosas. Tampoco los libros que leíamos los chicos o jóvenes nos planteaban problemas morales. O, cuando lo hacían, eran mala literatura. Por ejemplo, cuando adolescente me conmovió mucho la novela rosa Flor de durazno, de Hugo Wast, porque narraba la tragedia de una joven provinciana engañada y explotada al viajar a la capital. Y lloré leyendo los novelones de mi tío Manolo Gálvez sobre la infame guerra contra el Paraguay. Las cosas no mejoraron más tarde. Leíamos sin inmutarnos las historias de los fusilamientos y degüellos de prisioneros con que se entretenían los participantes de las guerras civiles argentinas. Leíamos Una excursión a los indios ranqueles como si narrara una epopeya patria o una interesante aventura, y no un genocidio. Y nos admiraba que Jorge Luis Borges, el poeta exquisito, confesara su admiración por aquel malevo que «no mataba a máquina», sino a cuchillo. Así nos íbamos insensibilizando desde temprano. Es sabido que la pobreza y la opresión engendran violencia, y que a su vez ésta suele acarrear más pobreza y más opresión. Pero no se sabe por qué la India, uno de los países más pobres del mundo, es también uno de los menos violentos (excepto cuando la turba es azuzada por fanáticos religiosos). Finalmente, también la política puede ser una escuela de violencia. Lo es cuando no hay democracia. En estos casos la violencia política, de arriba o de abajo, se agrega a la violencia doméstica y a la que practican los delincuentes profesionales. Con tantas escuelas de violencia, es asombroso que haya tan pocas personas violentas en nuestro medio. ¿Qué te pasa? ¿No estás de acuerdo? ¿Querés pelear? - Mario Bunge
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