Las sociedades necesitan un relato para sobrevivir. Pero no un relato cualquiera, sino uno que trascienda a los individuos y los explique como miembros de una comunidad que existe antes que ellos y los sobrevive. Dicho de otro modo, requerimos de una creencia, un dios, una religión. Y “está comprobado que, sin una combinación de identidad política y religiosa, ninguna sociedad tiene futuro”. Quien esto afirma es el historiador británico del arte Neil MacGregor, exdirector de la National Gallery (1987-2002) y el British Museum de Londres (2002-2015), que acaba de publicar en España la monumental historia de las creencias Vivir con los dioses (Debate). A partir del estudio de distintos objetos y obras de arte –procedentes casi en todos los casos del British– el libro explora con profundidad la realidad y el sentido de las múltiples formas de fe en todo el planeta a lo largo de 40.000 años.
“Dos Estados intentaron en su momento vivir sin dioses, primero la Francia de la Revolución de 1789 y después la Unión Soviética de 1917. Y en ambos casos el experimento fracasó y cada uno de esos países volvió a una mezcla de nacionalismo y religión tradicional”, afirma MacGregor en charla con La Vanguardia sobre su ensayo de 500 páginas acerca de los muy diversos credos y doctrinas que nos hemos creado desde que el Homo sapiens empezó a moverse desde África hacia el resto del mundo.
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Neil McGregor |
Europa es hoy un caso inusual de falta de creencia común, y necesita un relato de tolerancia”. Un ejemplo “fascinante” de esa mezcla de lo nacional y lo religioso tan “imprescindible para que un pueblo afronte su existencia bien equipado”, lo tuvimos hace poco en la intervención de Emmanuel Macron urbi et orbi a raíz del incendio de la catedral Notre Dame: “un “ejemplo extraordinario de confluencia de esos dos elementos, el político y el de la fe, en un solo edificio, en un solo símbolo”.
MacGregor recuerda y destaca, sin embargo, que en ningún momento de su emocionada alocución el presidente francés aludió a la condición de templo católico del monumento incendiado. Una omisión nada casual por parte del jefe del Estado de la “muy laica” República de Francia. Y es que la solemne proclama de unidad de Macron ante la desgracia por el siniestro vino a mostrar “el gran poder de la tradición” para la nación vecina, pero también “la dificultad de Francia a la hora de reconocer el hecho de que la religión es una parte importante de la comunidad”.
En su libro, MacGregor se refiere con ironía al follón que en ese mismo país se montó cuando, días después de los atentados en Niza en julio del 2016, las autoridades locales de varias poblaciones de la Costa Azul prohibieron el uso de determinados bañadores que atentaban “contra las buenas costumbres”… y el laicismo. “El problema no estaba en aquellas mujeres que llevaban muy poca ropa sino en las que portaban demasiada”. El escritor se refiere por supuesto al burkini, desterrado aquel verano de las playas de Cannes o Saint-Jean-Cap-Ferrat en tanto que “manifestación ostentosa de pertenencia religiosa”.
A finales de agosto de ese año, el Consejo de Estado galo determinó que el burkini no constituía una amenaza para el orden público. Pero hoy es el día en que el burka sigue prohibido en todo el país, el estimar su Gobierno que “el hecho de ser ciudadano francés y a la vez miembro visible de una comunidad religiosa minoritaria amenaza la identidad del Estado”, dice MacGregor.
Pero la cuestión es más profunda y se extiende a Europa, que en contraste con “un mundo en su mayor parte comprometido con alguna tradición religiosa” –especialmente en Asia, África, Oriente Medio y América Latina– ha dado masivamente la espalda a sus creencias. Y, sobre todo, que carece de “una historia común que explique a la comunidad y la dé cohesión”; de un relato con sus correspondientes rituales, imágenes y celebraciones, elementos todos ellos que rechazó la Ilustración. Tal carencia –continúa el autor– constituye “un caso inusual” respecto a una humanidad en la que, desde finales de los años 70, “la religión ha ido adquiriendo más y más importancia política”.
Tanto en Europa en su conjunto como en cada uno de los países que integran la UE “late la doble cuestión de quiénes somos y cuál es la narrativa en la que todos nuestros ciudadanos pueden participar”. Y no será porque no tengamos creencias y relatos a mano. “Londres es uno de los grandes centros de creatividad musulmana en el mundo. En París se produce gran parte de la literatura africana”. Y en todas las grandes capitales florecen comunidades con tradiciones y religiones muy diversas. “Pero nuestra tradición es expandirnos, dominar e imponer”, de modo que nos cuesta hacer el camino a la inversa. “Espero que encontremos un relato de aceptación y tolerancia que empiece por asumir el hecho de que, ahora ya, somos los herederos de muchas otras historias, más allá de la que la que no es o consideramos propia”, señala MacGregor. En definitiva, convendría entender que “la narrativa europea es global, pero no en el sentido de que dominamos el planeta sino de que heredamos el mundo”. - lavanguardia.com
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