En España los datos no parecen ir en la misma línea, aunque el malestar está presente aquí y allá, y las protestas de los trabajadores aumentan día a día. Porque cuando una persona dimite y abandona un trabajo que considera opresivo no moviliza más allá de su dignidad y posicionamiento, pero tiene la fuerza simbólica de generar una pregunta al de su lado. El contagio social también se da como forma de movilización y cambio. Fíjese que ante determinada presión laboral hay un punto entre la sumisión y la rebeldía. Y un lugar intermedio es el cansancio, el agotamiento ante una vida de horas extras y concatenación de trabajos que obliga a muchos a ir dopados mientras dure la presión, que no todo el mundo es capaz de soportar.
Hasta ahora, el equilibrio entre empleados y empleadores estaba del lado de quien contrata porque siempre había una masa de precarios esperando si los que tenían trabajo renunciaban a ello. Pero si unos y otros abandonan, dejan de ser muchos solos para de repente hacerse un colectivo, y ahí la situación cambia. No es de extrañar que algunos economistas hablen de una reformulación del capitalismo. Y que esto comience en el reino del capitalismo más feroz, allí donde la debilidad de los sindicatos dejan desprotegidos a los trabajadores.
Rebelarse ante la inercia capitalista que refuerza al trabajador como alguien productivo y no pensativo obliga a pensarse como un “pensarnos”, no lo que me hace singular, sino lo que me iguala a los demás. Este fenómeno norteamericano ilustra un contagio y un cansancio que, curiosamente, no había sido leído por la máquina capitalista que, apoyándose en lógicas algorítmicas, presume de predecir comportamientos masivos. No advirtieron que estas lógicas se apoyan en el pasado y que la pandemia ha generado un escenario nuevo, un movimiento nuevo que debería ser usado para replantear otras formas de vivir y trabajar. Y es posible.
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