LA SIMULACIÓN


La simulación es simple impostura. Matamos la única realidad que debería importarnos mediante asfixia, a base de enterrarla bajo estratos cosméticos que la uniforman y la hacen soportable a la vista de los demás. Así fabricamos estereotipos, individuos en serie aptos para encajar en una o dos clasificaciones. El original yace oculto y no hay radiografía ni técnica psicológica fiable capaz de extraerlo. De ahí que se recurra a un sucedáneo que, paradójicamente, basa su poder en la fabulación y en la capacidad de sus receptores de ponerse en situaciones falsas creadas ex profeso. Sólo determinada literatura (escrita, filmada, periodística) posee las herramientas para hacerla manifestarse. Tan ocultos estamos que es necesario recurrir al hecho literario como particular ouija que nos haga salir a la superficie mediante palabras. 

Pero también esta fórmula tan atractiva se está perdiendo. Por un lado, la acumulación acelerada de normas sociales sepulta el núcleo del yo a una profundidad cada vez más insondable. Por otro, el acceso indiscriminado de cualquiera a la palabra escrita ha desvirtuado su otrora función entrometida, desviando su aplicación del saber a través suya hasta el ganar a su costa. Ya no medio, sino fin. La cuestión quizá radique en aquello que escribió Pío Baroja, “Todos los escritores son unos vagos”, en el sentido de que la escritura como oficio acaba recubierta de los deberes y obligaciones de toda profesión. ¿Y cómo va a considerarse profesión elevarse sobre uno mismo y sus semejantes para después caer en picado sobre un puñado de ellos con el único afán de sacarles las entrañas y exponerlas a la mirada pública? El arte no se ejerce, se profesa. 

Se simula ser escritor, se simula ser lector, como se simula Ser. Sólo queda no cejar en el empeño de descubrir, entre montones de carnavaladas, qué es verdadera literatura para así no olvidar quiénes somos. 

Haganme un favor, haganselo y lean 'La broma infinita', de David Foster Wallace, merece atención aparte. Qué es esto, nos preguntamos, mil doscientas páginas en las que se habla de tenis, drogas, cine, literatura, velos, bellezas que matan, publicidad, televisión, camaradería y soledad, familia. En el blog Bolmangani se dice “los fans de David Foster Wallace me caen todos muy mal”. Los odia porque sólo puede comprender a un lector así por un impulso tipo “voy a leerme una novela de más de mil páginas”; y también mete en el mismo saco a los lectores del 2666 de Bolaño. No puede ser menos objetivo con este tipo de comentarios, aunque el mencionado lector malherido conserve, en la mayoría de sus artículos, una capacidad de criterio encomiable. La broma infinita es una de las pocas obras que me han dado varios quebraderos de cabeza. Primero, su búsqueda. Hasta encontrarla en una librería de Castellón, recorrí no menos de veinte diseminadas en toda la geografía nacional. No la pedí por correo porque me gusta tener los libros en la mano antes de comprarlos. Al final la vi en un estante y la cogí y me fui directo a la caja sin siquiera quitarle el plástico protector para ver qué era aquello. Segundo porque hizo que gastara un tiempo no literario en cosas literarias y que perdiera un dinero no ficticio en inversiones en ficción no cotizada. No voy a decir de qué va, sólo que se trata una maravilla de la literatura. Ignoro sin Harold Bloom, en sus revisiones del canon de la literatura mundial, la ha incluido ya o no, pero debería o, si no, sus lectores deberíamos acaudillar una iniciativa para (por ejemplo, vía Facebook) que la incluyera. 


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