Hace tiempo que pretendemos vivir como si Vox no existiera. O como si fuera algo grotesco, un florecimiento nacionalista castizo y con tufo a sacristía a medio camino entre Buñuel y el Marqués de Leguineche (ya saben, de cuando el gran Sazatornil y La escopeta nacional). Por eso casi todos sabemos cómo se llaman los dirigentes de partidos con apenas representación en el Parlament, y pocos el nombre del portavoz de Vox (un partido con más escaños que los comunes y la CUP). Solo se nos informa cuando se produce algún chusco suceso y alguien llama nazi a alguien y el otro responde con similar gracia: “hijo de puta”. A ese nivel está el debate político en nuestro país.

Pero después de cada noche electoral, al despertar, como en el cuento de Monterroso a propósito del dinosaurio, Vox todavía sigue allí y, a diferencia de Ciudadanos, ha venido para quedarse y capitalizar un nacionalismo que algunos incautos ya creíamos superado. Entre otras razones porque al final ha acabado pasando aquello de lo que prevenía el poeta León Felipe a las Cortes de la Segunda República, cuando se lamentaba de haber dejado la idea de España en manos de la reacción (“¿Por qué hemos dejado el historiar a los facciosos, si la historia de España es nuestra…?”).
A causa de ese abandono le fue tan fácil al franquismo encarnar la parodia de patriotismo que fue su régimen, y por eso los otros nacionalismos del Estado pueden recurrir a un relato de nación tan presentable o impresentable como el español, pero con la ventaja evidente de que su imagen no está contaminada de retórica franquista. De ahí que el hermoso poema de Gabriel Celaya (España en marcha) que cantaba Paco Ibáñez solo lo recordemos los miembros de las generaciones de la transición, tristes excombatientes de gran número de inútiles guerras ideológicas.

Aunque, como apuntaba Tomás Pérez Vejo, tal vez el problema resida en “unas élites políticas, las españolas actuales, cuya indigencia intelectual a la hora de construir un proyecto de nación, no solo de Estado, resulta casi pavorosa”. Sea por lo que sea, y visto lo visto en Castilla y León, Vox persiste sin siquiera precisar para ello de grandes cabezas de cartel, pues logra mejorar exponencialmente sus resultados con postulantes de los que nada se sabe y que podrían perfectamente ser sustituidos por el piloto automático hinchable de Aterriza como puedas.
Vox no necesita líderes con glamur para conectar con el signo de los tiempos y proseguir su ascensión. Fíjense si no en el flamante candidato del 13-F, el señor García-Gallardo, cuyos méritos conocidos son los de ser abogado, haber participado en debates universitarios (como el señor Rivera), montar a caballo y una cierta tendencia a la redacción de tuits de mal gusto. Aunque eso está tan extendido que está más que claro que la zafiedad es un modo de comportamiento tan legítimo como cualquier otro.
Porque a Vox no le hacen falta grandes oradores ni líderes con glamur (ahí tienen al señor Abascal, tan empático como una bañera) para conectar con el signo de los tiempos y proseguir su ascensión. Vox, a pesar de su énfasis en lo nacional, no constituye una peculiaridad española, sino la versión local de una corriente de ira que recorre el mundo y a la que nadie parece saber qué respuesta dar.

Son los vientos que soplan desde la Inglaterra de Boris Johnson hasta la Francia de Éric Zemmour, de la Hungría de Viktor Orbán a la Polonia de Kaczynski, de Alternativa para Alemania al Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo hasta llegar a la hermosa plaza Mayor de Salamanca.
Que cabalgan sobre la marea de descontento de los trabajadores empobrecidos por la globalización; de las clases medias precarizadas en una economía en la que los ganadores se lo llevan todo. De quienes perciben las migraciones y las políticas de identidad y género como el riesgo definitivo para una cultura y una forma de vida en peligro, y no ven otro refugio que el del nacionalismo étnico.

Y la respuesta que se da al fenómeno por la política al uso consiste en ignorar a Vox o en proponer esos cordones sanitarios que no hacen más que engordarlo y fomentar su prestigio contestatario y antisistema (¿se han fijado en la juventud de sus seguidores?). Lo que no parece previsto es entrar en el debate de ideas sobre los problemas que plantean y que preocupan a millones de personas.

Hará falta que nos encontremos cualquier día de estos con un gobierno como los de Ley y Justicia en Polonia para que nos demos cuenta de que, efectivamente, el dinosaurio estaba aquí.- Javier Melero - lavanguardia.com.