LA ABSURDIDAD DE LA GUERRA


Hablando de hechos de hace años, confieso públicamente a fin de que quede constancia, que, en mayo del 68 no estaba en París, ni en el encierro de intelectuales en Montserrat. o en la Caputxinada, ni menos aún fui fichado nunca por el TOP. En aquellos tiempos estaba atareado en vivir la juventud sin preocuparme de nada, mal que ahora me pese, pero ya está hecho y así sucedió. No se comportó de igual modo Orwell que estuvo en la guerra Civil española, en el frente de Aragón, como Juli Soleràs, el personaje de Incerta Gloria de Joan Sales.

"Cinco cosas son importantes en la guerra de trincheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En invierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el enemigo en un alejado último lugar. No siendo por la noche, durante la cual siempre se podía esperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como remotos insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro. La verdadera preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.
Debo decir, de paso, que durante mi permanencia en España tuve oportunidad de presenciar poca lucha. Estuve en el frente de Aragón desde enero hasta mayo, y entre enero y finales de marzo poco o nada ocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjo una lucha enconada en los alrededores de Huesca, pero yo ocupé en ella un papel muy insignificante. Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ataque contra Huesca en el que, en un solo día, murieron varios miles de hombres, pero yo había sido herido y me encontraba lejos cuando esto ocurrió. Las cosas que uno normalmente considera como los horrores de la guerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano dejó caer una bomba cerca de mí, no creo que alguna granada haya explotado nunca a menos de diez metros de donde me encontraba, y sólo una vez participé en una lucha cuerpo a cuerpo (tengo que decir que con un golpe hay de sobra). Por supuesto, a menudo estuve bajo un pesado fuego de ametralladora, pero comúnmente a distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno se encontraba por lo general a salvo, si tomaban precauciones razonables.
Allá arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se trataba simplemente de la mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la fase estacionaria de la guerra. Una vida tan monótona como la de un empleado de ciudad y casi tan regular. Montar guardia, patrullar; cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y desgarrados temblaba alrededor de su bandera y trataba de entrar en calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a través de valles desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan alojándose en un cuerpo humano.
A menudo solía contemplar el paisaje invernal y me maravillaba de la futilidad de todo. ¡Qué absurda era una guerra así! Un poco antes, en octubre, se había producido una lucha salvaje en estas colinas; después, debido a la falta de hombres y armas, en particular de artillería, las operaciones a gran escala se volvieron imposibles, y ambos ejércitos se establecieron y enterraron en las cumbres ganadas. A la derecha teníamos una pequeña avanzada, también del POUM, y una posición del PSUC en el estribo de la izquierda, delante, una colina más alta con varios sitios fascistas salpicados en sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un lado a otro, siguiendo un dibujo que hubiera resultado del todo ininteligible si cada posición no hubiera tenido una bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eran rojas, la de los anarquistas, roja y negra; los fascistas hacían ondear, en general, la bandera monárquica (roja, amarilla y roja), pero en ocasiones utilizaban la de la República (roja, amarilla y morada). Si se conseguía olvidar que cada cumbre estaba ocupada por tropas y, por tanto, cubierta de latas y heces, el escenario resultaba fantástico.
A nuestra derecha, la sierra doblaba hacia el sudeste y se abría camino por el amplio y venoso valle que se extiende hasta Huesca. En medio de la llanura se vislumbraban unos pocos y diminutos cubos que parecían una tirada de dados; era la ciudad de Robres, en manos leales. Por la mañana, con frecuencia el valle se encontraba oculto por mares de nubes, entre las que surgían colinas chatas y azules, dando al paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca había aún más colinas de formación idéntica recorridos por estrías de nieve donde el dibujo se alteraba día a día. A lo lejos, las monstruosas cimas de los Pirineos, donde la nieve nunca se derrite, parecían emerger sobre el vacío.
Abajo, en la llanura, todo parecía desnudo y muerto. Las colinas situadas frente a nosotros eran grises y arrugadas como la piel de los elefantes. El cielo estaba casi siempre vacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar en el que hubiera tan pocos pájaros. Los únicos que vi en alguna ocasión fueron una especie de urraca, los pichones de perdices que nos sobresaltaban por la noche con su inesperado aleteo y, muy pocas veces, los vuelos de al. George Orwell - Homenatge a Catalunya - fragmento

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