La semana pasada se cumplían 80 años de la muerte de Stefan Zweig, tal vez el hombre que mejor nos ayudó a entender el no significado, la abyección, el despropósito, de una guerra y sus heridas en nuestro continente europeo.
El 22 de febrero de 1942 el austriaco, ya cuerpo agotado y mente desesperanzada, decidía irse de este mundo en una ciudad brasileña. A su lado, con la mano en su pecho, tendidos sobre una cama, lo hacía también su amor, Lotte. Esa foto(*) –tal como los encontró su asistenta– no se borra fácilmente de la retina. Dejó en la habitación instrucciones, veinte cartas a amigos y familiares y, sobre la mesilla, una breve nota de despedida en alemán titulada en portugués: “Declaração”.
No había soportado, decía, ver a Europa “destruirse a sí misma”. Tampoco le dio tiempo a saborear la resurrección de su amado continente; se ahorra ver en qué se está convirtiendo ahora. Un pasto ojeado por lobos.
Buscando respuestas al plus de estulticia que nos rodea estos días, recalo en él y sus diarios. Aquellos días calurosos de julio, el inicio de la Primera Guerra Mundial: “El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos. (…) Los reclutas desfilaban triunfantes, con rostro iluminado, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quien nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás”.
¿Qué diría él, que no fue apto para reclutar y lo celebraba con júbilo (“más tiempo para escribir”), de la sangría rusa sobre Ucrania? Mi generación, que no ha vivido una guerra pero oyó hablar de ella a sus progenitores, se enfrenta ahora a preguntas de sus hijos: ¿de verdad, ahora que salimos de la covid, una guerra? Temen a la humanidad y no les falta razón.
En la nota de despedida Zweig rogaba a sus amigos: “Vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”. El doctor que reconoció su cadáver la compró veinte años después, a un policía, y la donó a la Biblioteca Nacional de Israel. No, no queremos otra noche. - lavanguardia.com
(*) No me atrevo a colgarla, la podéis ver aquí
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