Dedos Brujos fue el sobrenombre que le puso un periodista a nuestro protagonista por su destreza para escamotear billeteras y bolsos en aquellos colectivos en los que solíamos viajar como sardinas en lata. Él estaba orgulloso del apodo porque apreciaba todo trabajo bien hecho, por humilde que fuese. Nos mostraba recortes de los diarios que habían registrado sus hazañas. Cuando puse en duda su habilidad, me quitó la billetera (previamente vaciada por la policía) sin que yo me percatase. Desde entonces me inspiró respeto además de simpatía. 
Ambos éramos profesionales: yo físico, él carterista. Pero en la cárcel no se notaba la diferencia de profesiones, ya que no podíamos ejercerlas. Cuando lo conocí, Dedos Brujos estaba encargado de la limpieza del sótano de la cárcel de La Plata. La hacía meticulosamente y con buen humor. A medida que limpiaba el sótano, iba intercambiando saludos y chistes con quienes se dignaban 40 alternar con él. Era simpático y gaucho. De hecho, era el único preso común decente de nuestro grupo, formado por unos sesenta ladrones o asesinos, y otros tantos presos políticos. 
La carrera de Dedos Brujos fue tan interesante como triste. Al principio había sido devanador: desenredaba madejas de hilo en telares mecánicos. Sus dedos eran largos, delgados y ágiles como los de un pianista. El suyo era un trabajo calificado y bien pagado, que le permitía mantener a su familia. Pero en una de esas crisis económicas se quedó sin trabajo. Nuevo capítulo. Siendo padre responsable y profesional hábil, Dedos Brujos no tuvo más remedio que meter sus dedos en bolsos y bolsillos ajenos. Era una edición popular de Martín Fierro, cuyo protagonista tampoco peleaba ni mataba «sino por necesidá. Y que a tanta alversidá sólo [lo] arrojó el mal trato». 
Un buen día, quizá cebado por el éxito en su nueva profesión, Dedos Brujos se descuidó y lo atraparon. Dado que era un trabajador independiente, no gozaba de la protección de sindicatos, empresarios ni políticos, y fue condenado a prisión. Pero, a diferencia de los demás ladrones que conocí en esa cárcel, no aprovechó la proximidad con otros profesionales para tramar asaltos. Era un hombre decente. Terminada su condena, Dedos Brujos buscó trabajo. Lo encontró después de tocar muchos timbres. Era feliz devanando madejas y entregándole el sobre semanal a la patrona. Pero no había contado con el celo de la policía de la provincia, famosa por proteger la decencia y la virtud de la población. Al mes de comenzar un conchabo, la autoridad lo denunciaba al patrón, quien lo despedía, más por temor a la policía que al delincuente reformado. Vuelta a tocar timbres. Nuevo conchabo, y despido al poco tiempo. No debiera de extrañar que Dedos Brujos terminase por perder la fe en la honestidad. Un mal día, acuciado por la necesidad, volvió a las andadas. Durante un tiempo vivió de lo que encontró en carteras ajenas, que no era mucho. Finalmente volvieron a agarrarlo. Esta vez, por reincidente, ligó una condena de varios años. Afortunadamente para él, a diferencia de los demás presos comunes, Dedos Brujos gozaba haciendo su humilde trabajo y alternando con otros pájaros enjaulados. Su personalidad burbujeante y su generosidad alentaron a más de uno. Los presos políticos lo apreciábamos particularmente, dada la incertidumbre de nuestra situación. Muchos de los presos políticos no sabíamos por qué nos habían encarcelado. Yo no había hecho más que buscar firmas para un petitorio a fin de que repusieran en su cargo a un compañero de facultad. Pero la acusación formal que se me notificó en la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras (y que ya no existe) era que había participado en la organización de la famosa huelga ferroviaria de 1951, la primera gran insubordinación sindical que afrontó el gobierno peronista. La verdad es que en aquella época yo ni siquiera viajaba en tren. Yo compartía la frazada y la comida que me hacían llegar mis amigos con otros dos hombres igualmente ignorantes de los motivos de su detención. Uno era un médico ocurrente, de apellido inglés, que tomaba su detención como una vaca41 ción. El otro era un joven empleado ferroviario y fiel afiliado peronista. Éste estaba desconsolado porque, como hubiera dicho Discépolo, se le había venido abajo la estantería. Jamás había imaginado que el peronismo iría a traicionarlo. Dedos Brujos, el médico y yo intentábamos en vano darle ánimo. Dedos Brujos era buen compañero, pero mantenía su independencia. Nunca se arrimaba a los grupos de presos políticos, y los comunes desconfiaban de él. En particular, no jugaba con nosotros al ajedrez, con piezas hechas de miga de pan. Tampoco participó de uno de los seminarios más interesantes en que me tocó actuar. El seminario en cuestión se reunía todas las noches después del "rancho", un atroz puchero grasiento que yo no tocaba. Era, como lo son casi todas mis clases y conferencias, un torneo de preguntas y respuestas. Aún recuerdo la pregunta que lo gatillo. Un sindicalista de la construcción preguntó si existe el destino. Yo respondí, como Cervantes, que no: que cada cual se lo forja a su manera, aunque restringido por circunstancias ajenas a su voluntad. Lo único que eché de menos cuando me pusieron en libertad fueron ese seminario y Dedos Brujos. 
Nunca volví a ver a mis compañeros del sótano, salvo al médico. Me contaron que algunos de ellos, los sindicalistas, fueron "desaparecidos". (En esta materia, como en otras, Perón fue un gran precursor.) En particular, no volví a ver a Dedos Brujos. Ojalá haya sido él quien una década después, en un abarrotado colectivo de la línea 60, me alivió de la billetera que acababa de llenar con el magro sueldo de profesor universitario que había cobrado. Valga esto como testimonio de mi gratitud al buen ladrón. Y como protesta contra la ausencia de un régimen racional de rehabilitación de delincuentes. Dedos Brujos es una prueba más de que no se nace delincuente sino que se hace. Tanto me impresionó, que le dedico un trabajo incluido en una obra sobre criminología publicado por la famosa Cambridge University Press. - Mario Bunge.