Tanto los diferentes portavoces de la Organización Mundial de la Salud como el presidente Pedro Sánchez o el doctor Fernando Simón se han referido durante meses a la importancia de la humildad a la hora de gestionar la lucha contra el coronavirus. No es una casualidad. Igual que la empatía, la humildad es uno de los nuevos juguetes de la comunicación política. Se entiende como la admisión de una imperfección humana que, en teoría, debería conectar mejor con los ciudadanos que la vanidad. Digo imperfección porque, en la práctica, se entiende que la humildad no solo consiste en quitar importancia a las virtudes que podamos tener sino, sobre todo, en admitir los propios defectos y errores. Para hacerlo gráfico: Donald Trump, Jair Bolsonaro y Boris Johnson nunca serán un ejemplo de dirigentes humildes mientras que Angela Merkel y António Costa probablemente sí.

Es la segunda parte de la definición la que interesa a los expertos en manipulación emocional. Con un cinismo tristemente eficaz, creen que la admisión pública de posibles errores relativiza los daños provocados por decisiones imper-donablemente incompetentes. Dicho de otro modo: el incompetente que confiesa humildad aspira a tener un poco más de margen de supervivencia que el incompetente a secas. Pero cuando vuelve la tensión de la realidad más cruda y hay que tomar medidas drásticas, la aureola impostada de las grandes palabras se desvanece y deja de tener valor propagandístico. Lo decía el pintor Gene Brown: “El problema de la humildad es que no puedes presumir de ella”. El silencio referido a la propia humildad es una condición que, en la vida pública actual, ha desaparecido, igual que la sustancia del perdón ha perdido consistencia a causa del exceso de excusas fingidas fabricadas en laboratorios de falsedades verosímiles. Estamos hartos de oír a personalidades que, con una falsa modestia espantosa o sobre pedestales rellenos de ínfulas, se proclaman humildes. Presuntuosamente humildes, deberían añadir para ser fieles a la verdad (recordando la máxima de Jules Renard que, cuando era pequeño, le oía soltar por la radio al gran cómico Raymond Devos: “La humildad es la arrogancia de los pobres”).

Vendida como uno de los grandes éxitos del melifluo repertorio coach , lo que hoy se nos presenta como humildad nos remite a lo que con tanta sabiduría de­finía François de La Rochefoucauld: “A menudo la humildad solo es una fingida sumisión de la cual nos servimos para ­someter a los demás”. Cuando, muy de vez en cuando, la reconocemos en algún personaje público, lo agradecemos de verdad porque es un hecho excepcional. Pero, por experiencia, intuimos que no deberíamos aplaudirla demasiado, no vaya a ser que la humildad se transforme en excusa para caer en el culto, nada ­humilde y cada vez más extendido, a la egolatría. - sergi pàmies - lavanguardia.com