Joan J. Queralt, es catedrático de Derecho de la UB. Sus investigaciones se centran en el tratamiento de los delitos y garantías jurídicas que deben presidir el castigo penal, en todas las fases. Investigador principal de los proyectos I+D "Estrategias preventivas y reactivas contra la corrupción", "La responsabilidad penal de las personas jurídicas", "La libertad de expresión y la teoría del delito". Es entonces una persona autorizada para opinar sobre el ruido que ha despertado la aplicación del sí es sí por arte de algunas judicaturas.

"Estos días, fruto, la mayoría de veces, de ni de haberse leído la ley —no digamos ya entenderla—, hemos asistido a toda una serie de carencias de sendero respecto de la ley dicha del 'sólo sí es sí.” Un espectáculo en el que la extrema derecha (algo más del 40% de las Corts), con la ayuda de los agitadores de guardia, se ha lanzado a la yugular de la ministra Montero, tildándola, como al menos incompetente El ataque es infundado dado que, si ha habido incompetencia — calificativo holgado sin haber leído la ley, claro—, Montero es un peón en el enorme engranaje que suponen los cientos de personas han intervenido. Los expertos que han asesorado en varias fases a diferentes ministros, no sólo la de Igualdad, el de Justicia y de Presidencia, como mínimo, también. Suma y sigue: todo el Consejo de Ministros, el Consejo fiscal, el CGPJ y los diputados y senadores que votaron la norma Un buen puñado de sujetos político-administrativos que no vieron el mayor defecto de la ley, v ya que nadie olió: la falta de una disposición transitoria penal, tema del que ya me he ocupado recientemente en otro lugar.

La interpretación que han hecho algunos jueces de la nueva ley al revisar las sentencias firmes, por si ésta era más favorable a los condenados, resulta absolutamente antinormativa: se ha hecho de forma mecanicista y nada contextualizada -no hablamos ya de perspectiva de género-. La culpa de aplicar mal una ley es de su aplicador; el mérito de aplicarla bien es también de su aplicador. De nadie más.

Dicho esto, hay que ver en vuelapluma la arquitectura básica de la regulación de los delitos contra la libertad sexual, la anterior y la vigente. La anterior fecha de la regulación de casi dos siglos de vigencia. Hasta 1983, la víctima, al menos de los delitos más graves, la violación, era sólo la mujer. Desde entonces, la víctima puede serlo cualquier persona. Los delitos sexuales combinaban dos elementos. Por un lado, los medios de acceso -violencia, intimidación o consentimiento viciado por formas menos graves-; por otro, la manifestación de la actividad sexual: coital o no —más adelante, equiparada al coito el anal y la introducción de partes del cuerpo o utensilios en vagina o ano—. Esto daba tres delitos básicos -agravados correlativamente en el caso de menores de 16 años-: abusos sexuales no violentos, agresiones sexuales y violaciones. Las penas de uno a tres años, de uno a cinco o de seis a doce, sanciones que podían agravarse hasta los quince años si concurrían circunstancias especiales —la actuación en grupo, la vulnerabilidad o especial degradación de la víctima, entre otros—.

Ahora, antes que en los medios, el núcleo del delito radica en la ausencia de consentimiento del ofendido u ofendida. Agredir sexualmente a una persona -desde tocamientos a coitos completos- pasa necesariamente por la ausencia de consentimiento de la víctima, mayoritariamente, mujer. Ahora tendremos un delito de agresión sexual (con pena de uno a cuatro años) cuando exista una acción sexual no consentida sobre una persona. Si la acción sexual consiste en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, el responsable será castigado por violación con la pena de prisión de cuatro a doce años. Todo ello correlativamente modulado cuando se trata de menores de 16 años.

Por su parte, y de forma central, se considera sólo que existe consentimiento cuando la persona afectada se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de forma clara su voluntad positiva. En cualquier caso, habrá agresión sexual cuando los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se encuentran privadas de sentido o de cuya situación mental se abuse y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad. Dicho de otro modo: no existe consentimiento si la expresión es claramente negativa en la práctica sexual —la que sea—. Tampoco existe, aunque la respuesta sea afirmativa o, incluso poco clara, si hay vicios de consentimiento, es decir, si éste o es forzado o es prestado en circunstancias que lo hacen irrelevante: desde uno coito a punta de navaja o con la víctima ligada hasta el acceso sexual gracias a la administración de sustancias que impiden a la persona así drogada reaccionar debidamente, o una actuación grupal o sobre una persona con déficits neurológicos o cognitivos severos.

En líneas generales, éste es el esquema hoy vigente. Un esquema que da un amplio arbitrio judicial, sin desproteger a las víctimas, con un sistema proporcional de penas, de horquilla penológica prácticamente idéntica. Quizás hubiera sido más correcto reservar específicamente la mitad superior de la pena de violación, es decir, de ocho a doce años, por las violaciones más graves, violaciones que pueden llegar, como antes, hasta quince años. Sin embargo, se ha considerado, huyendo del populismo penal, dejar en manos de los jueces la modulación de cada caso, dicho arbitrio judicial —que hay que razonar en cada sentencia, puesto que arbitrio no es arbitrariedad—, postura político-criminal que no merece , ni mucho menos, las groseras descalificaciones de los ignorantes de todas las filas que se han lanzado desde la inopia más absoluta al remate de la Montero. Actitud ésta que, como ella misma ha calificado, es pura violencia política. O dicho de otro modo: para descalificar a alguien, además de saber de qué se habla, es necesario más que legitimar el ataque al situarse en sus antípodas ideológicas. El ataque político, cuando se convierte en personal, aparte de la falta de argumentos, demuestra la ausencia de mínimas cualidades democráticas. Al fin y al cabo, es otra muestra de que esto progresa inadecuadamente".

                    Eso sí que da pena.

Un tuit en Twitter sobre el tema: Siete audiencias provinciales prevaricando. Y lo peor es que lo saben. - Antón Losada