Desde finales de los años setenta del pasado siglo sentí una auténtica obsesión por conocer Kaliningrado. Era una ciudad imposible de visitar, vedada entonces a los extranjeros e incluso a los propios rusos; a quien lograba entrar ya no le permitían salir. Un secreto al borde del mar Báltico y extremo occidental de la ruinosa Unión Soviética. Pareja con Vladivostok, a 10.000 kilómetros redondos, la otra punta asiática del país más grande de la tierra, el de los nueve husos horarios, concentraban las bases navales más importantes del Imperio ruso que se desmoronaba. Fracasé en el intento porque bastaba decir Kaliningrado para que la embajada y los consulados negaran hasta su existencia. Lo intenté desde Polonia, su vecina fronteriza. Perplejidad general. No existía comunicación alguna.
Lo conseguí cuando ya el régimen soviético había caído y el mundo del este europeo había cambiado sin saber hacia dónde. Kaliningrado era un símbolo de muchas cosas. Se había llamado durante siglos Königsberg, capital de la Prusia oriental. Allí nació y murió Kant, el patriarca de la filosofía alemana. También E.T.G. Hoffmann, el de los cuentos. Fue en tiempos alemana, polaca y rusa, y la II Guerra Mundial la dejó arrasada entre los bombardeos de la RAF británica y la artillería soviética. Desde entonces fue rusa y lo primero que hizo Stalin fue desterrar a la población alemana mayoritaria y después cambiarle el nombre. Le puso el de su fiel Mijail Kalinin, que acababa de morir en 1946. Un personaje inocuo, capaz de ser presidente de la URSS y tener a su mujer Ekaterina en un gulag siberiano, víctima del Gran Terror estaliniano de 1937.
¿Y a qué viene esta historia de Kaliningrado? Pues a algo muy sencillo y poco recordado como son los cambios que se produjeron en las últimas décadas. Aquella ciudad que yo visité formaba parte de la Federación Rusa haciendo frontera con Polonia. Hoy es un enclave aislado entre Bielorrusia y dos países pertenecientes a la OTAN, Polonia y Lituania. Si usted quiere saber si alguno de esos genios de la geopolítica tertuliana tiene zorra idea del laberinto postsoviético pregúntele por el Corredor Suwalki. Son 96 kilómetros, ni uno más, que unen los dos países de la Alianza Atlántica, allí donde se encajona la Rusia de Kaliningrado, un millón de habitantes que dependen de Putin, y la Bielorrusia del tirano Lukashenko. Pero ese Corredor que lleva por nombre la ciudad polaca de Suwalki es como una entelequia, pero existe; tiene fronteras armadas, pero son flexibles; manejan monedas que no deberían intercambiarse aunque las usen; hay tráfico de mercancías, prohibidas para el resto, y todo eso en plena guerra de Ucrania, algo más abajo en el mapa. Entre Kaliningrado y Kiev median 850 kilómetros.
Que a nadie se le ocurra visitar el feo villorrio de Kaliningrado pensando que puede encontrar vestigios del Königsberg kantiano. Todo quedó arrasado. Las reconstrucciones -subvencionadas por la antigua República Federal Alemana- semejan escenografías de opereta vienesa. Lo que no destrozó la guerra lo acabó de rematar el régimen soviético. Sólo merece la pena visitar el zoológico. Allí el animal emblemático es un hipopótamo. ¡Un hipopótamo en los fríos nórdicos! Lo conservan en una sala, sobrecalentado por el agua y metido en una especie de piscina donde sus excrementos ayudan, dicen, a conservar el microclima idóneo. Apesta, pero él aguanta y de vez en cuando asoma la cabeza y bufa. No es raro que haya quien quiera ver en ese mastodóntico animal sobreviviendo entre la mierda, un símbolo. Otro más. Quizá de la brutalidad inexplicable que genera la mugre; tan difícil de analizar. Como la ciudad de Kaliningrado.
El artículo de Gregorio Morán en vozpopuli, habla de Sánchez, y de la cumbre de la Otan en Madrid, pero yo me he quedado con la historia del hipopótamo del Zoo de Kaliningrado, como símbolo de la miseria humana.
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