La palabra de moda es sin lugar a dudas Lawfare. La FundéuRAE ofrece como alternativa los siguientes términos en español: persecución judicial, instrumentalización de la Justicia o judicialización de la política. Pero en España los que tanto defienden el español son incapaces de crear una palabra que defina a lawfare, como podría ser: Guerra sucia, persecución judicial o instrumentalización de la justicia, que de eso se trata por más que el estado y la judicatura lo nieguen, Joaquín Urías analiza la palabra y sus consecuencias ahora que con la amnistía se ha puesto de moda.
Qué es el ‘lawfare’ y cómo (no) podemos evitarlo
La palabra de moda de esta semana es un palabro anglosajón inventado uniendo las palabras guerra y ley. Lawfare. Aparece por primera vez en los años setenta en un estudio australiano sobre la forma en la que en los países democráticos se producen auténticos golpes de Estado que resultan más aceptables para la población porque no se plasman en pronunciamientos militares sino en decisiones de los tribunales. Se populariza gracias a la obra del estratega y general estadounidense Charles Dunlap, que aconsejaba a su país acudir a la guerra jurídica como un mecanismo de defensa más práctico y menos llamativo que el militar. En definitiva, se trata de aniquilar al adversario político no ya mediante la fuerza física, sino consiguiendo que un juez sentencie que ha cometido un delito, aunque para ello haya que cambiar o manipular las leyes en vigor. Escribe Joaquin Utrías en ctxt.es
El palabro es nuevo, pero el concepto no. Desde la antigüedad, los poderosos han utilizado las leyes para silenciar y encarcelar a los disidentes. La innovación es utilizar esta técnica en un sistema democrático, ya sea adoptando leyes que desprecian los derechos fundamentales de quien se quiere combatir, ya amparándose en que la separación de poderes se sustenta en la buena voluntad y la integridad de los jueces. En efecto, nuestra democracia se basa en el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. Sin embargo, la posibilidad misma de vivir en un sistema en el que la ley aprobada por los representantes del pueblo sea la norma superior, sometida sólo a la Constitución, descansa en última instancia en una asunción delicada: que tenemos unos funcionarios probos y responsables capaces de actuar con neutralidad y encargados de imponer a todos el respeto de la ley.
En el sistema democrático ideal, los jueces actúan como árbitros imparciales, que –en cuanto poder– no tienen ideología propia. Se limitan a aplicar con objetividad los mandatos de las leyes, permitiendo que todos –ciudadanos y poderes públicos– se sometan a la voluntad del parlamento. Toda nuestra teoría democrática se basa en que los jueces sean neutrales y se sometan a la ley. Puesto que ellos mismos son los guardianes del imperio de la ley no hay ningún mecanismo capaz de obligar a los propios jueces a obedecer y acatar las normas legales. De ese modo, si en un país los jueces pierden su neutralidad y deciden inaplicar o modificar las leyes conforme a su propia ideología, se convierten ellos en el poder supremo, sustituyendo al Parlamento. Si eso sucede, toda la democracia se desmorona materialmente, por más que puedan mantenerse las formas: el sistema parecería formalmente inalterado. Todo funcionaría externamente como siempre. Pero la voluntad máxima ya no sería la del pueblo expresada en las elecciones, sino la de esos funcionarios usurpadores. Por eso se habla de lawfare o de golpe de Estado blando.
En España estamos en una situación delicada y tenemos un gravísimo problema con nuestro poder judicial. El sistema de acceso a la judicatura es transparente y objetivo, basado esencialmente en méritos memorísticos. Pero hay unos filtros sociales en el mecanismo de acceso que fomentan tremendamente el corporativismo. Esos filtros han permitido transmitir de una generación a otra de jueces valores anclados en el régimen político anterior, en el que la judicatura se veía a sí misma como defensora de un modelo tradicional de sociedad. Nuestros jueces son, en su mayoría, extremadamente conservadores. Eso no sería un problema si supieran mantener su ideología en el ámbito de lo privado y no utilizaran sus sentencias para imponerla. Pero no es así.
Entre los jueces españoles hay un sentimiento de impunidad y camaradería que los anima a imponer en sus decisiones no ya la ley, sino su interpretación ideológica de la misma. A eso no ayuda que todos los magistrados del Tribunal Supremo son elegidos a dedo por un órgano político. Nuestra cúpula judicial no está compuesta de jueces que acceden a ella por méritos, sino de los jueces más espabilados y que mejor se mueven en un mundo de intercambio de favores y sumisión a intereses inconfesables. Con ese ejemplo, no es de extrañar algo que la mayoría de nuestros abogados percibe: nuestros jueces están cada día más desapegados de la letra de la ley y se sienten más libres para aplicar sus propias ideas. No le tienen el mínimo respeto a la apariencia de imparcialidad y nos hemos acostumbrado a ver a jueces en ejercicio en las redes sociales y las televisiones hablando de política y atacando al Gobierno progresista, sin pensar en cómo pueda afectar eso a su imparcialidad objetiva.
En mitad de esta situación, llegó el procés. Ante el crecimiento del desafío soberanista, el Gobierno de entonces actuó con cobardía. En vez de articular una respuesta política al clamor independentista, decidió dejar en manos de los jueces la defensa de la unidad de España. En vez de contestar la conveniencia o no de sus reivindicaciones, decidió que los jueces dijeran que todo estaba prohibido. Y los tribunales, incluido el Constitucional, entraron gustosos al trapo. Se llegó a prohibir que en el Parlament se discutiera siquiera sobre independencia y se mandó a la policía a atacar a palos a millones de personas para intentar frenar un referéndum convertido en simple consulta reivindicativa, y que evidentemente carecía de toda fuerza jurídica. El Tribunal Supremo entonces se atribuyó juzgar un caso para el que no tenía competencias, utilizó inconstitucionalmente la prisión provisional, se inventó nuevas interpretaciones de los preceptos penales y aplicó unas penas desorbitadas. Todo por defender España, pero todo por encima de la ley.
El colmo de este desprecio judicial por las leyes democráticas llegó cuando decidió directamente no aplicar la reforma legal del delito de malversación, porque esa decisión del Parlamento le venía mal a su intención de perseguir a los líderes independentistas. Evidentemente, frente al independentismo los jueces no han actuado sometidos a la ley. Ha sido un caso evidente de lawfare o como se quiera llamar: guerra judicial, justicia política o lo que sea.
Esta utilización espúrea de los tribunales sigue sucediendo y no se limita al caso catalán. Los casos judiciales inventados contra Podemos y otras fuerzas de izquierda han quedado documentados en conversaciones grabadas, sin que ningún juez jamás haya respondido por ello. Estos días, el juez García Castellón se ha inventado una película, sin ningún fundamento fáctico, para acusar a Puigdemont de ser un terrorista porque escribió un tuit apoyando a manifestantes que luego entraron en un aeropuerto, y, ese día, a un señor le dio un infarto. Nada diferente a los autos de la jueza Alaya que, durante años en Andalucía, llegaban justo con cada campaña electoral, como el turrón en navidad. Los casos son muchos y sería tedioso enumerarlos todos aquí. A esa feria se suma últimamente el CGPJ, que debería ser el órgano de gobierno de los jueces y no es más que una institución caducada y manejada por el Partido Popular con interés exclusivamente partidista. En estos momentos, que el Consejo reivindique la independencia judicial es, en España, un chiste.
Sin embargo, una cosa es que un jurista discrepe de una o varias decisiones judiciales, incluso que descubra una pauta en ellas y concluya que en su opinión los jueces españoles no son imparciales y se han convertido en actores políticos, y otra cosa es que un partido de gobierno lo diga en un documento. En esto un profesor tiene una libertad que no todos los políticos disfrutan.
Aceptar públicamente el lawfare supone asumir que nuestro poder judicial está pervertido y que la democracia corre un grave riesgo. No es falso, pero implica extender una sospecha sobre todos los jueces y poner en duda la integridad misma del sistema. Es algo arriesgado y que puede contribuir a aumentar la inestabilidad del país. Un partido responsable debe tomar nota de que hay irregularidades en el sistema y buscarle soluciones, pero no siempre puede expresarlas en voz alta sin el riesgo de que las palabras se usen en su contra y dañen gravemente a la democracia.
Eso explica que incluso las asociaciones progresistas de jueces –que las hay– hayan salido a criticar un acuerdo en el que el PSOE no solo acepta que hay sentencias políticas, sino que además parece atribuir confusamente a una comisión parlamentaria la decisión acerca de cómo se ha de aplicar la futura ley de amnistía. Evidentemente, el Parlamento no puede decirle a los jueces cómo han de aplicar una ley. El Parlamento se expresa a través de las leyes, pero, una vez publicadas, sus palabras dejan de pertenecerle.
Aunque creamos que hay jueces españoles que abusan de su poder para hacer actividad política, eso solo puede combatirse con los mecanismos del Estado de derecho. Los problemas de la democracia no se resuelven de manera antidemocrática, a riesgo de darle alas a sus enemigos. Hasta ahora el Gobierno progresista ha abordado el problema del lawfare de la única manera posible. Es evidente que, con un Tribunal Supremo elegido políticamente, no hay mecanismos judiciales capaces de frenar los casos de sentencias motivadas políticamente. El tribunal que condenó a los líderes políticos y sociales del procés en una sentencia falaz, dictada en única instancia y sin posibilidad de recurso, no es garantía de sometimiento a la ley. La solución debe ser externa, pero no puede venir por ningún tipo de imposición política a los jueces, que no haría sino ahondar en el problema de la falta de neutralidad de sus decisiones.
Frente a los actos ilegítimos del poder judicial, la única solución que no revienta el sistema es la que se ha adoptado. De una parte, seguir haciendo como que creemos que la justicia es imparcial. Al fin y al cabo, llevamos años haciendo como que creemos que los Reyes Magos no son los padres, así que no podemos despreciar el valor de una ficción bienintencionada. De otra parte, una ley de amnistía que remedie los excesos judiciales, que sea de obligado cumplimiento para los jueces y que devuelva al Parlamento al papel central que nunca debió perder.
Solo la democracia lleva a la concordia y, en el caso catalán, eso significa sacar de los tribunales decisiones que no deben tomar los jueces, sino los políticos. Así, el Estado de derecho demostrará que es más fuerte y más democrático que cualquier juez parcial, si es que lo hubiera, guiño, guiño.
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