ESPERANDO EL APOCALIPSIS

No parece que la cultura occidental sea capaz de vivir sin la amenaza de un apocalipsis, es más, parece que la necesite., con esa obsesión de tener siempre un enemigo exterior, quizá por no ver que lo tenemos en nuestro interior. Mientras llega, imaginamos paraísos. Lugares a los que llegar, o de los que partir, y que debemos recuperar para qué nos salven, buscamos refugios insólitos, sin pensar en que en caso de que realmente se produjera el apocalipsis lo mejor sería sucumbir de los primeros. Pero para salvarse debe existir la amenaza. El fin del mundo es la condición de posibilidad de salvación. Vivimos angustiados por el apocalipsis nuclear en los 60,s, por el final del petróleo que debía acabar en el 2000, que anticipaba un mundo primitivo e ingobernable. La capa de ozono. El fin del mundo siempre ha estado presente en nuestras vidas. Recordemos el efecto 2000, o los bárbaros de Kavafis. Y de todas estas desgracias, hemos salido sanos y salvos. Nos hemos salvado de los meteoritos, seguramente porque están ahí, pero todavía no nos han caído encima.

A pesar de que esto que hemos considerado superstición religiosa quizás es la causa de esta propensión a imaginar cataclismos definitivos, no parece que nuestra tendencia a racionalizar la existencia ya abandonar la explicación divina haya tranquilizado a nuestros terrores, enquistados en el más profundo de nuestro cerebro. Cuanto más racionales pensábamos que nos devolvíamos, más ha aumentado la abundancia de apocalipsis. Casi todo lo que ocurre y tiene cierta gravedad puede constituir el germen de un final definitivo. La pandemia, una más de las muchas que la humanidad ha soportado, azuzó nuestra imaginación. El progreso tecnológico, hoy protagonizado por la inteligencia artificial, es la mayor amenaza a la humanidad que han conocido los tiempos. El cambio climático, donde nuestra arrogancia nos hace pensar que podemos cargarnos el planeta, cuando lo que nos cargaremos si somos capaces, es nuestra vida, nuestro hábitat, pero el planeta pasa olímpicamente de nuestros disparates, él gira que girarás hasta que un ente superior decida que debe dejar de hacerlo.

Casi todo lo que ocurre y tiene cierta gravedad puede constituir el germen de un final definitivo. Leo en una crónica de Miquel Molina en la vanguardia que una mujer preocupada le pregunta a Michael Ignatieff qué motivos puede tener hoy alguien para llevar a un hijo al mundo. Ignatieff lo entiende, pero se sorprende, piensa qué motivos pudo tener alguien para procrear en 1918, 1939, o en la posguerra. Yo nací en 1945, no era posiblemente el mejor momento, pero si no hubiera nacido ni yo ni otros muchos, aún habría sido peor.

Puedo entender que revoluciones como la irrupción de internet han transparentado de nuevo la complejidad del mundo, que habíamos logrado ordenar un poco en apariencia. La libertad y el desorden asustan. Mucha gente se refugia en quienes prometen volver a la simplificación tribal. Respiramos un aire viciado hecho de pesimismo. Hoy enfrente hay una gigantesca voluntad de destruir la alegría el optimismo es una decisión, quizás ingenua. Exige determinación, algo de inocencia también. Pienso que, fuera cual fuera mi condición habría elegido vivir aquí y ahora. Hasta ahora la humanidad siempre ha ido adelante, con algún paso atrás, cierto. Quizá todo sea más sencillo de lo que parece. Quizás solo se trata de que tengamos miedo y, por tanto, entramos dentro de un estado de conciencia, y sobre todo, no nos limitemos a ser meros espectadores que se quejan por mero vicio, y actuamos en consecuencia. Como decía el poeta: Todo está por hacer y todo es posible.

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