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MITOS

Recorte de La batalla de Clavijo, pintura de Corrado Giaquinto. En el centro, Santiago Apóstol. / Museo del Prado


La política española se asemeja a un conflicto mítico entre Santiago el Mayor, conocido como “matamoros” o “matarrojos” o “mataindependentistas”, y San Jorge o Sant Jordi - Rayco González en ctxt.es

En su biografía de Roland Barthes, Tiphaine Samoyault relata un intrigante episodio que revela la agudeza intelectual y el fino humor del semiólogo francés. Al ser cuestionado sobre el régimen del general De Gaulle y la responsabilidad de los intelectuales, Barthes propuso la creación de una “Oficina de Información Mitológica”. Esta entidad imaginaria tendría como objetivo principal sustituir las críticas moralizantes por un análisis más profundo de las formas discursivas, encarnando así el espíritu de su proyecto semiológico que se materializó inicialmente en su recopilación de las cincuenta y tres “mitologías” publicadas entre 1953 y 1956 en la revista Les Lettres nouvelles. Su título, Mitologías (1959), insinuaba ya su objetivo: “Sufría al ver que Naturaleza e Historia se confundían a cada momento en el relato de nuestra actualidad, y quería encontrar en la exposición decorativa de lo-evidente-por-sí-mismo, el abuso ideológico que allí se esconde”, llegó a afirmar el propio Barthes.

Siguiendo rastros discursivos con la destreza de un cazador, Barthes no se limitaba a retratar la vida francesa de la década de los cincuenta. Más bien ejecuta un proyecto que pretendía desafiar la supuesta naturalidad del discurso y del sentido común en favor de la comprensión de los signos. Su enemigo declarado era la doxa, ese discurso prefabricado, lleno de estereotipos que arraigan en las opiniones y en los prejuicios de la comunicación cotidiana. Barthes nos advierte de que esa doxa nos devuelve una imagen de la realidad quebrada en pequeños fragmentos míticos y convierte lo cultural en algo aparentemente “natural” y la Historia en Esencia.

Hace unos días pude escuchar el discurso pronunciado por el expresidente José María Aznar durante la clausura del Campus FAES. Su intención era claramente mitificadora, extrayendo antiguas concepciones e ideas del viejo bestiario mitológico nacional. Aznar intentaba sustentar sus argumentos mediante un supuesto empirismo sociológico e histórico, que, en realidad, no era más que una suerte de mitologismo patológico: “Asistimos a una destrucción programada de la nación”; “Nada más perverso que esta falsa normalidad con la que se quiere hacer pasar un proceso de autodestrucción nacional”; “Existe un riesgo cierto existencial para la continuidad de España como nación”. Su lógica hacía pasar, siguiendo la idea de Barthes, lo culturalmente construido por lo natural, la Historia por una Esencia, presentando el mundo dentro de un marco fabulosamente armonioso. Escondía así su parcialidad bajo la máscara imparcial de lo-evidente-por-sí-mismo. En él, la nación es tomada como una entidad histórica con una voluntad única, un pasado compartido y un destino conjunto, elementos que, según Aznar, hoy estarían seriamente amenazados. El expresidente señalaba a los antiespañoles y separatistas como responsables y enemigos de la nación. En este contexto, la figura mítica del catalán se erige como el principal adversario de la nación española. Con estas palabras, Aznar defiende el derecho inalienable de la derecha a ser la voz y la encarnación misma del espíritu nacional. Esta idea ya se vislumbraba en uno de los artículos incluidos en Mitologías, donde Barthes abordaba la figura del nacionalista francés Pierre Poujade y afirmaba: “Para la gente de derechas, la Política es de izquierdas, en cambio, los de derechas son la Francia misma”.

Como si se tratara de un diálogo implícito y con una vocación mitificadora análoga a la de Aznar, Carles Puigdemont se lamentaba recientemente de que los catalanes comenzaron “a perder la nación porque se inició la persecución de nuestra lengua y nuestra identidad de una manera salvaje”, a lo que añadía que los catalanes deben “reivindicar no solo la libertad y la independencia, sino también la nación”, argumentando que esto es lo que defendieron los catalanes en 1714, quienes lucharon hasta el último momento, incluso cuando la victoria parecía imposible. ¿Quién es, en este caso, el responsable de la complicada historia de Catalunya? Casi como en una imagen especular, el enemigo declarado y mítico es el español que se opone a la nación catalana.

Ambos nacionalismos, con sus respectivos portavoces y defensores, mantienen una feroz oposición. Sus discursos, prefabricados, reviven antiguas tensiones adaptadas y renovadas al contexto histórico actual. Se podría decir que la política española se asemeja a un conflicto mítico entre Santiago el Mayor, conocido como “matamoros” o “matarrojos” o “mataindependentistas”, y San Jorge o Sant Jordi. El primero, un apacible pescador evangélico cuyos supuestos restos se encontraron en la también legendaria Compostela (cuya etimología custodia el signo divino que indicó su ubicación original, el “campo estrellado”, campus stellae), se enfrenta en una mítica y perenne contienda ideológica con el rebelde soldado cristiano romano que fue martirizado por negarse a perseguir y castigar a sus correligionarios.


Los valores representados por ambos santos son secularizados, la lógica de su mítica rivalidad sigue estando profundamente arraigada en nuestra cultura. Por un lado, el discurso del nacionalismo español contrapone la continuidad de la nación a la perspectiva apocalíptica y devastadora de su destrucción. Por el otro, el nacionalismo catalán sigue una lógica de confrontación entre la libertad y la sumisión.

Sobre la base de estas mitologías, muchas conversaciones y muchos debates cotidianos a menudo se convierten en encendidas disputas entre visiones míticas. La Nación, con mayúscula, se erige como una entidad autoevidente que los disidentes buscan derribar por la fuerza. No obstante, esta perspectiva suele velar el hecho de que el Estado, como la expresión histórica más prominente del mito nacional, es intrínsecamente una estructura coercitiva. Vivir bajo cualquier sistema estatal implica, por su propia naturaleza, el ejercicio de la autoridad a través de la fuerza. En este contexto, ¡cuán necesario sería contar con una Oficina de Información Mitológica que nos alertara sobre la presencia de estos mitos ocultos tras la máscara de las convicciones y creencias compartidas, cuyo principal poder radica en transformar la coacción en persuasión!

En su influyente obra Comunidades imaginadas (1983), Benedict Anderson analiza el proceso histórico de la invención de la idea de “nación” a partir fundamentalmente del siglo XVIII, mostrando cómo emergió sobre los escombros políticos y religiosos del antiguo régimen. Anderson llega a la conclusión de que las naciones se forjaron principalmente a partir de la influencia de la imprenta, en particular, la prensa escrita y la novela, donde se desplegaron las grandiosas constelaciones mitológicas que representaban la unidad característica de las naciones. En estos discursos, las naciones se personifican como actores o agentes históricos con identidades, valores y rasgos unitarios. De este modo, la heterogeneidad interna a cualquier comunidad se disuelve en una homogeneidad mitológica que enfatiza la unidad sobre la fragmentación, lo singular sobre lo múltiple, lo semejante sobre lo diferente

Si tomamos la nación como una cosa, una entidad tangible y observable, en lugar de una mera construcción convencional, caeremos en una peligrosa confusión.

Uno de los impactos más significativos de las mitologías radica en su capacidad para establecer conexiones terminológicas. El nacionalismo, por ejemplo, ha forjado una mitología que identifica  los términos “nación”, “patria”, “pueblo” y “estado”. Esta asociación semántica, ampliamente admitida, representa el éxito histórico del proyecto promovido por Woodrow Wilson, quien abogó, como recuerda el historiador Eric Hobsbawm (Naciones y nacionalismo desde 1780, 1990), por “un estado para cada nación”. De acuerdo con el sociólogo francés Edgar Morin, esta identificación semántica da lugar a una suerte de “fraternidad mítica”: las naciones se fundamentan en la idea de “comunidad de destino”, que se entiende como una voluntad compartida hacia el futuro sustentada por una lengua común, hábitos cotidianos compartidos e instituciones compartidas. Anderson también demostró que todos estos elementos fueron homogeneizados principalmente a través de los proyectos estatales, especialmente en el siglo XIX, con el fin de fortalecer la identificación entre nación y pueblo. De hecho, Morin recuerda que es “el propio mito el que genera la comunidad […], el mito genera aquello que, a su vez, lo genera, es decir, el Estado-nación mismo”. Este destino común debe ser “memorizado, conmemorado, transmitido de generación en generación a través de la familia, de los cantos, las músicas, las danzas, las poesías y los libros, y a través de la escuela, que integra el pasado nacional en el espíritu de los jóvenes, donde reviven los sufrimientos, los lutos, las victorias, las glorias de la historia nacional, los martirios y las empresas de sus héroes”. De esta manera, la identificación del pasado con nuestra propia identidad hace que la comunidad, que mitológicamente llamamos nación, esté presente en nuestra vida cotidiana.

El semiólogo ruso Yuri Lotman advertía sobre la propensión humana a confundir los signos con cosas. Si tomamos la palabra nación como una cosa, una entidad tangible y observable, en lugar de una mera construcción convencional, caeremos inevitablemente en una peligrosa confusión. El enigma de esta confusión radica en el culto a la identidad nacional, forjada mediante la amalgama y la conexión de otros mitos comunes, como la íntima relación de la comunidad con una tierra natal, sus raíces ancestrales, su pasado histórico excepcional y compartido, y su futuro amenazado si la comunidad no lo protege, como recuerda Marcel Detienne en su obra Identité nationale, une énigme (2010).

Es un fenómeno discursivo muy común el incorporar, casi subrepticiamente, mitos en forma de lugares comunes. También los discursos abiertamente de izquierda los incorporan. A este respecto Barthes citaba el mito de la revolución, aunque hoy el más común es una especie de relación mistificadora entre las lenguas y las mentalidades que que sustenta hoy la extendida idea de que si modificamos las primeras, las segundas cambiarán en forma simétrica… Pero este es otro mito que pronto tendremos que afrontar en profundidad.

Los mitos susurran en nuestros discursos; sin embargo, una vez identificados y revelados, se convierten en los hilos de Ariadna que nos guían hacia el enigma de la significación. Este misterio no reside en los signos en sí, sino en nuestra íntima conexión con ellos. Si permitimos que nos atrapen en su hipnótico abrazo, los mitos nos incitan a confundir los signos con sus seductoras ilusiones.

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