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LA ARTISTA QUE MURIÓ EL DÍA QUE ACABÓ SU LIBRO

Cuenta la leyenda que una mañana de junio de 1791 Wolfgang Amadeus Mozart recibió la visita de un hombre totalmente ataviado de negro que se negó a dar su nombre. El extraño huésped encargó al músico que escribiera un réquiem y le dio un anticipo. Mozart se obsesionó con la composición de la pieza fúnebre. Cuando la estaba terminando, cayó enfermo. La noche del 4 de diciembre de ese mismo año, postrado en el lecho varios cantantes se reunieron alrededor de su cama para interpretar el réquiem ya casi acabado. Mozart murió al día siguiente. Tenía 35 años. La obsesión de Camila Cañeque no tenía que ver con la música, sino con la literatura. La joven artista y filósofa barcelonesa se obcecó con los finales de los libros. “Abría una novela e iba directamente a la última página a buscar su cierre”. Empezó a coleccionar finales, a releerlos, a hacerles fotos, a dibujarlos, a ordenarlos de diversas maneras. Después de darles vueltas y más vueltas supo por fin lo que tenía que hacer con sus amados finales: un libro. Y escribió La última frase ( La uña rota), que no es un mero catálogo de finales literarios. Es mucho más: una obra narrativa que enlaza esos finales con los pensamientos de Cañeque, con la importancia de los adioses, con los inicios que necesariamente despiertan en cada final. De lo que se acaba surge algo nuevo, pero el final está íntimamente ligado a la muerte y eso no le paso desapercibido a la autora: “De la misma forma que una biografía no se puede valorar en su conjunto hasta que la persona biografiada no muere, un libro no debería existir hasta que el escritor no lo diera por terminado”, escribió en la páginas de La última frase , una obra en la que trabajó con 452 finales de libros de Cervantes, Annie Ernaux, Pérez Galdós, Tom Wolfe, John Irving, Tolstói, Houellebecq, Saramago, Hesse, Philip Roth, Kafka, Zweig, Camus, Capote, Duras, Wilde, Dos Passos, Bolaño, Hugo. Desenlaces novelísticos que Cañeque explora en paralelo a sus vivencias como su visita al cementerio de Père-Lachaise: “Yo vivía muy cerca de una de sus entradas y, muy amenudo, lo cruzaba para atajar el camino. Cuando me topaba con algún entierro, al presenciar la ceremonia se producía una transferencia de “algo”, una sensación de triunfó por seguir formando parte del bando de los vivos. Era una superviviente”.

Punto y final - Camila Cañeque creó un relato nuevo a partir de las últimas frases de grandes novelas con composiciones como: “Sus ojos se cerraron y se quedó dormido” (John Steinbeck, Al este del Edén). “Creo que murió inmediatamente después” (Georges Bernardos, Diario de un cura rural). “Solo” (Samuel Beckett, Compañía).  O “-Esperá que termine el pitillo”. (Julio Cortázar, Rayuela). “-¿Fuma usted mucho? -repitió May”. (André Malraux, La condición humana). “Ni siquiera lo sabe”. ( Simone de Beauvoir, Las bellas imágenes). O “El telón cae con mucha lentitud” (Eugène Ionesco, Las sillas). “(Se van, con una marcha fúnebre)”. (William Shakespeare, El rey Lear). O “Creo que todo el mundo sabía que era la última gota de placer”. (Anaïs Nin, Delta de Venus). “-Sí-dijo con un estremecimiento-, hazla pasar”. (Dashiell Hammett, El halcón maltés). “-En este caso, vamos a tener sangre o veneno -exclamó éste”. (Stendhal, Crónicas italianas). Y eso era un privilegio, porque “nos tortura saber que tarde o temprano quedaremos excluidos, sin tener ni idea de lo que dirán en nuestro funeral. No estaremos y no sabremos lo que pasará en un mundo sin nosotros”, escribía Cañeque, que estaba convencida de que “nuestro propio final, así como el de una novela, preexisten. Es un hecho inmanente, que está previsto desde el principio y que está siempre presente. No sabemos cómo será, ni cuándo, pero sabemos que se producirá”. Leonor Mayor Ortega a la vanguardia.cat.

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