“Somos muy miedosos en la calle, pero no tanto en el espacio digital, que es donde los menores necesitan más acompañamiento. Da la sensación de que el niño está quieto delante de la pantalla y parece por ello que está controlando, pero tiene muchos más estímulos ahí que en el mundo real”, opina Silvia Sánchez Serrano, profesora en la Universidad Complutense de Madrid en el departamento de estudios educativos y miembro del grupo de investigación Cultura Cívica.
Pero no es eso lo que ha venido pasando en los últimos años. “Yo crecí jugando en la calle y no en casa, a menos que el tiempo fuera realmente horrible”, explica Jennifer, profesora de inglés de 50 años. “Pero mis chicos [tiene dos hijos, de 14 y 20] siempre están dentro a menos que tengan un partido o algo así”. Jennifer da clase a chavales de secundaria y sabe por eso que lo que pasa en su casa no es una excepción. “Creo que todo el mundo puede ver esta tendencia con los niños. Nunca se aburren, nunca están fuera, a menos que sea en unas clases extraescolares. Se pasan el día con las pantallas”. Ella obligaba a sus hijos a pasar tiempo en el parque cuando eran más pequeños, pero al final, también a ella, le costaba un esfuerzo extra. Cuando sus hijos tuvieron 12 o 13 años claudicó.
No es solo que los padres hayan limitado el acceso a la calle. Es que a sus hijos, por otro lado, cada vez les resulta más fácil y atractivo pasar la tarde en casa, encerrados y solos en sus habitaciones. Con el tiempo, las empresas tecnológicas han conseguido acceso a los niños y adolescentes casi en todo momento. Han desarrollado emocionantes actividades virtuales, diseñadas para liberar dopamina en grandes cantidades y crear adicción.
Las experiencias virtuales se han ido diferenciando cada vez más de las reales. Y esto ha tenido un impacto en los jóvenes cerebros de los menores: “Los años de infancia y adolescencia son aquellos en los que el cerebro está más pendiente de adquirir los conocimientos, sobre todo de tipo socioemocional. Esto implica el imitar lo que ven, el experimentar junto con los demás. Y eso significa presencia física”, explica David Bueno, profesor de biología en la Universidad de Barcelona especializado en la genética del desarrollo.
El juego es el trabajo de la infancia, y todos los mamíferos jóvenes trabajan a destajo: de esta forma conectan sus cerebros jugando, practicando los movimientos y habilidades que necesitarán de adultos. Los gatos arañan y trepan. Los perros persiguen la pelota como si fuera una presa. Los leones se pelean entre ellos. Esto no es muy diferente en los humanos. Los niños juegan para practicar sus habilidades físicas, los adolescentes lo hacen mediante el deporte, aumentando la competitividad e introduciendo interacciones sociales: flirtean, son muy físicos y desarrollan chistes internos que unen a los amigos. Muchos estudios demuestran cómo los mamíferos —desde los ratones hasta los monos— se deprimen cuando se les priva del juego. Nada hace pensar que esto sea diferente en los humanos.
Sustituir el juego físico por un juego virtual, y quedar con los amigos en la calle por chatear con ellos e interactuar en redes sociales no parece la mejor de las opciones. Pero es exactamente lo que está sucediendo. Según un informe de API Report en menos de una década ha aumentado en un 50% el tiempo que los niños pasan frente a una pantalla, vinculando este fenómeno con la inactividad de los menores. Su autor, Aric Sigman, afirma en un editorial asociado que este informe “confirma lo que la mayoría de los padres ya saben: que el tiempo de pantalla (...) recreativo está ocupando horas de su día, y ha sustituido al juego al aire libre”. Este sería el principal problema. Tal y como reflexiona Bueno, “el juego físico, el real, implica la activación simultánea de todos los sentidos, mientras que el mundo virtual solo se usan dos, la vista y el oído. Además, en las relaciones físicas tratamos con personas reales que tienen virtudes y defectos. La pantalla solo nos muestra las virtudes de los demás”. Crecer encerrado en casa y socializando menos en la calle puede tener sus consecuencias, advierten los expertos. Y estas se empiezan a reflejar en multitud de estudios. Las encuestas muestran que los miembros de la generación Z son más tímidos y tienen más aversión al riesgo que las generaciones anteriores. Son un grupo serio, menos dado a trasnochar, a las borracheras y a la promiscuidad que sus mayores. Socializan menos en persona y son más propensos a sentirse solos. Están más concienciados, pero tienen más problemas de salud mental.
Hay estudios que refrendan estas ideas, pero es arriesgado convertirlas en un mantra. Para cada generación existe una narrativa sencilla y reduccionista. Para los miembros de esta, los centennials, la opinión popular es que los teléfonos inteligentes les han hecho desgraciados y frágiles, que las redes sociales han exacerbado sus problemas de autoestima. Pero distintos estudios empiezan a poner en tela de juicio estas ideas. O a matizarlas. Es fácil y tentador echar la culpa a un factor externo y malvado. Demonizar a Mark Zuckerberg, a Silicon Valley o a los excesos del capitalismo tecnológico y convertirlos en únicos responsables de la pandemia de ansiedad y depresión que afecta a los más jóvenes. Pero puede que esto sea solo parte de un problema más complejo que empieza en casa. Y se soluciona en la calle.
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