El futuro se nos va acabando y la distopía cada vez es menos distopía y más presente: como los replicantes de Blade Runner, se aproxima nuestra fecha de caducidad. Mucha angustia y algo de nostalgia da, saber que la fecha con la que se abre la obra maestra de Ridley Scott ya estará siempre por detrás y no delante de nosotros. «Los Angeles, noviembre, 2019» parecía increíblemente lejana cuando la vi por primera vez estampada en el cartel de un cine de Madrid, en otoño de 1982, brillando en el cielo de una ciudad nocturna llameada de altos hornos y de pirámides mayas. Más angustia aún pensar que el 2019, el de la temible profecía, se llevó a Rutger Hauer, el actor holandés que interpretaba a Roy Batty, el replicante obsesionado por su mortalidad y herido por el tiempo, que moría sentado en una terraza, acariciado por la lluvia, con la mano atravesada por un clavo -el Jesucristo de la era cibernética- y soltando una paloma que también era su alma ascendiendo al cielo.

En el prodigioso diseño de producción de la película hay varios augurios tecnológicos que se han ido cumpliendo a lo largo de las décadas y cuya presencia milagrosa nos hemos ido acostumbrando, como las llamadas de vídeo, los asistentes virtuales o las casas inteligentes. Otros nos resultan amenazadoramente familiares, como los efectos de la contaminación industrial que han provocado las tinieblas perpetuas que rodean a la ciudad de Los Ángeles. Pero ningún invento, ningún artefacto -ni siquiera uno ficción- ha logrado la perfección del método de rastreo con el que Deckard se introduce a través de una fotografía siguiendo un juego de espejos para encontrar la impronta de un objeto fuera de la fotografía. Sin embargo, existe al menos un punto inquietante donde el tenebroso oráculo de Blade Runner parece haberse cumplido. Para rastrearlo, debemos indagar no en la película, sino en la novela, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, a cuyos orígenes Philip K. Dick señaló que se encontraba la lectura de los periódicos un guardián nazi en un campo de exterminio, en una de cuyas páginas se quejaba de que el llanto de un niño hambriento no le dejaba dormir. Había -decía Dick- algo aterrador, la presencia de algo que parecía humano, que imitaba a la perfección el aspecto y la figura de un ser humano, pero que no lo era. ¿No es tentador cuestionar la psicopatía esencial de los dirigentes que se preguntan cuál es el efecto de las hojas sobre la piel de las personas? ¿O por la indiferencia de los líderes mundiales, y de tantos de sus seguidores, ante la desgracia de miles de refugiados muriéndose de hambre, cruzando un desierto a pie, ahogados en el Mediterráneo?

Quizás no nos sorprenda porque los replicantes han estado desde siempre, dentro de nosotros, camuflados bajo las vestiduras de la empatía y la compasión, esperando asomarse después de una catástrofe, una guerra. En la Crónica del gueto de Varsovia, de Emmanuel Ringelblum, existe un pasaje casi insoportable que profetiza la novela de Dick. Cuando una familia judía recibe la visita de un oficial que avisa de que les sacarán todas sus pertenencias. La madre le suplica llorando que se las deje, y el oficial responde que no se llevarán nada si adivina cuál de sus ojos es artificial. «el izquierdo» dice a la mujer sin dudarlo. Cuando el oficial, sorprendido, le pregunta cómo lo ha adivinado, ella replica: "Porque parece humano".